A pesar de las numerosas voces que advierten que el consumo puede suponer el mayor problema para las escuderías y pilotos durante la temporada que abriremos en breve, a la hora de valorar adecuadamente este aspecto resulta pertinente que tomemos algo de distancia con la etapa anterior en Fórmula 1 en la que los motores turbo fueron protagonistas de nuestro deporte.
Haciendo un poco de memoria, conviene recordar que los propulsores turbo entraron en la máxima disciplina del automovilismo deportivo utilizando un atajo normativo de un reglamento que ingenua y sencillamente, no preveía que tal tecnología pudiera tener cabida en los circuitos, salvo como una anéctoda necesaria en todo caso para sustantivar el valor ineludible de los motores atmosféricos.
Aquello, como sabemos de sobra, dio lugar a que Renault en 1977 abriera de par en par unas puertas que nadie había imaginado siquiera. El RS01, vehículo del que ya hablamos hace unos meses [Renault RS01, «The yellow teapot». El primer turbo en Fórmula 1] acertó de pleno y su legado marcaría una época completa aunque su plano de competencia, en el caso que nos ocupa, sería diametralmente opuesto al que tiene previsto la FIA para los turboalimentados a partir de 2014.
Desde 1977 a 1989, anterior periodo de vigencia de los monstruos en Fórmula 1, los propulsores turbo entregaban potencia (descomunal en algunos casos) y en cierto modo paliaban los problemas derivados de una aerodinámica que aunque en mantillas con respecto a lo que podemos observar en la actualidad, sujetaba los vehículos al suelo como auténticos demonios, sobre todo en su paso por curva.
Aquel papel, sin duda, suponía la ruptura a base de músculo de un equilibrio normativo que pasaba por limitar la aerodinámica, pero el que ha otorgado la FIA a los turboalimentados en esta nueva etapa es radicalmente diferente ya que la tecnología no viene a ampliar las posibilidades de los motores atmosféricos usados hasta 2013, sino a sustituirlos en rendimiento, que es cosa bien diferente.
Así las cosas, la potencia máxima estimada para un turbo de 2014 es menor que en el caso de los V8 anteriores, y sólo alcanza a igualarla, acaso a superarla por muy poco, gracias a la contribución de las dos plataformas ERS (Energy Recovery System) que lo acompañan.
El escenario, como espero se pueda comprender, es diametralmento opuesto al vivido entre 1977 y 1989, pues la tecnología turbo servirá a partir de 2014 al mismo entorno y bajo las mismas constantes que calibraban el rendimiento de los motores atmosféricos hasta finales de 2013, ni más ni menos.
¿Qué aporta entonces la utilización de propulsores turbo? La respuesta es sencilla: igual rendimiento con mayor economía de combustible. El turbo ha pasado de ser acreedor de gasolina a aliado en la economía de recursos (en realidad ahora forma parte de un sistema híbrido), de manera que el consumo que tanto preocupa a algunos se integra en la misma ecuación en que interviene la tecnología de turboalimentación, siendo previsible que al final las piezas encajen porque entre la reducción de cubicaje, el intercooler y el propio turbo, así como la incorporación de la inyección directa y el uso de los ERS, alcanzar a consumir tan sólo 100 kilogramos de esencia por carrera puede ser no sólo deseable, sino perfectamente asumible.
Obviamente, para que el cuadro case hace falta que los suministradores de combustible se hayan puesto las pilas porque la viscosidad y la volatilidad del mismo adquieren ahora mayor importancia que antes. En todo caso, a tenor de la ausencia de noticias al respeto, se podría decir que ya están en ello, con lo que la pelota de los posibles problemas pasa inexcusablemente del consumo a la fiabilidad, auténtico quebradero de cabeza para los departamentos de ingeniería de los equipos.
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