Gracias al interés que muestran últimamente la industria automovilística y las grandes compañías eléctricas por el coche de baterías, muchos aficionados han podido descubrir que el coche eléctrico es casi tan antiguo como el mismo concepto del automóvil. De hecho, durante la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX, los electroautos superaban en número a los de combustión interna gracias a su mayor confort y facilidad de utilización.
Del mismo modo, mucha gente parece convencida de que los coches propulsados por hidrógeno son un invento reciente, por aquello de la contaminación atmosférica, el cambio climático y el temido Peak Oil. Sin embargo, si volvemos la vista atrás, lo cierto es que la historia del hidrógeno como combustible para automóviles empezó muchísimo antes, aunque acabaría sucumbiendo, al igual que la electricidad, a la pujanza del petróleo y sus derivados como alimento para los motores de combustión interna.
A principios del siglo XIX, el ingeniero franco-suizo Francois Isaac de Rivaz ya había diseñado, como otros tantos, varios automóviles impulsados por vapor de agua. Pero el espíritu innovador de Rivaz no se daba por satisfecho, y comenzó a desarrollar un motor de combustión interna, en contraposición a la combustión externa propia de las máquinas movidas de vapor de agua.
El 30 de enero de 1807 se le otorgaba en Paris la patente nº 731 por su invento, que empleaba la fuerza de explosiones controladas de sustancias combustibles, en vez de vapor de agua, para impulsar diferentes máquinas. Era tan lento, aparatoso y ruidoso que la Academia de Ciencias de Francia se atrevió a profetizar que el motor de combustión interna jamás podría competir con el conocido y probado motor a vapor.
Rivaz no se arredró ante las críticas, y decidió construir un vehículo completo alrededor de su recién nacido motor. En 1813 presento su proyecto, al que llamo Gran Silla Mecánica: un engendro de seis metros de largo, ruedas de casi dos metros de alto y un peso que rondaba la tonelada. Con cada explosión del motor (que tenía un cilindro de 1.5 metros de carrera) el vehículo conseguía avanzar una distancia equivalente a su longitud a una velocidad de 3 km/h.
Su mejor performance consistió en obtener una serie de 25 igniciones consecutivas (provocadas de una en una de forma manual), suficientes para que el coche se pudiera desplazar una distancia poco mayor que la longitud de un campo de futbol. A día de hoy puede parecer un logro insignificante, pues hubiese sido más cómodo y rápido recorrer esa distancia a pie, pero el objetivo estaba cumplido: Rivaz mostraba al mundo el primer vehículo automóvil impulsado por un motor de combustión interna.
Pero, el detalle que quiero destacar en toda esta historia es que, por si alguien aún no lo había adivinado, el combustible que empleaba no era otra cosa que una mezcla de hidrógeno y oxígeno almacenada en un balón. Aun habría de pasar más de medio siglo para que llegaran la gasolina y el motor de ciclo Otto que acabarían por dominar la industria automotriz en las décadas siguientes.
Via: Wikipedia
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