La Fórmula 1, considerada como la máxima expresión del automovilismo deportivo, tiene un marcado sesgo empresarial (bussines) que si bien ha sido parte integrante de la actividad desde sus orígenes, de unas décadas a esta parte ha ido cobrando una importancia que resulta imposible soslayar ante determinadas situaciones, como la sucedida el domingo pasado sobre el circuito de Sepang, sin ir más lejos, lugar donde recordemos, Sebastian Vettel y Mark Webber protagonizaron una lucha fratricida en el seno de la escudería austriaca Red Bull.
En pleno debate de si órdenes de equipo, sí, o en cambio, órdenes de equipo, no; en el que ha participado la práctica totalidad de la afición y prensa especializada tomando diferentes posiciones, y al que se han sumado personalidades como Bernie Ecclestone, la discusión en el plano meramente deportivo tiene visos de hacer agua por los cuatro costados, ya que buscando ejemplos en los que sostenerse, tiende a encontrarlos en etapas pasadas de nuestro deporte, olvidando que su actualidad pasa por contemplar también, la necesidad que tienen los equipos de establecer diferentes rangos de eficacia económica durante el campeonato, entendiendo éstos como gestión de recursos materiales, estratégicos y humanos, que además de ofrecer resultados sobre la pista, encajen en la puntillosa reglamentación FIA.
En este sentido, en vez de preguntarnos si las órdenes de equipo son pertinentes o no, o si es aceptable que las actitudes y aptitudes de un piloto en carrera pasen por su tamiz, cabría preguntarse por qué escuderías como Red Bull, Mercedes AMG o Ferrari —por citar sólo algunas, pues las órdenes de equipo son aplicadas por todos las integrantes de la parrilla—, se ven en la obligación de racionalizar sus recursos hasta el punto de interferir visiblemente en la competición, pues la respuesta nos señalaría inmediatamente al reglamento que citábamos antes, que lejos de entender la Fórmula 1 sólo como deporte, utiliza todas las herramientas que tiene a su disposición para hacerlo viable, económicamente hablando.
Huelga decir pero hay que hacerlo, que con el paso de los años, la actividad en Fórmula 1 se ha ido encareciendo hasta límites insospechados, tanto es así, que uno de los principales problemas con los que se enfrenta su futuro, pasa por la contención del gasto y la celeridad en la recuperación de inversiones. Por tanto, dejémoslo en que poner un monoplaza en pista, en la actualidad, supondría un esfuerzo económico, convenientemente trasladado y traducido a la época, totalmente inasumible por los pioneros del deporte.
Si a ello sumamos el incalculable valor de intangibles como la imagen y la publicidad latente o activa que logra cada marca participante o cada patrocinador que interviene, obtenemos inmediatamente un cuadro que amén de complejo resulta sumamente frágil ante cada prueba y los avatares que en su seno acontecen, porque se ponen en juego en cada una de ellas. A cambio de tanto riesgo como se asume, también hay que decir que la F1, como negocio, desembolsa a las escuderías cuantiosos beneficios al final de cada temporada, que éstos, no nos engañemos, son el objetivo principal del campeonato, y que para alcanzarlos se hace totalmente necesario cumplir con el reglamento.
Y el reglamento técnico de la FIA establece un montón de limitaciones, como por ejemplo, que los equipos sólo dispondrán de 8 motores por temporada, y que si hace falta que un piloto utilice alguno más, será penalizado por ello. También tiene normas sobre las cajas de cambio (una cada 5 pruebas), con sus correspondientes sanciones por sustitución; y otras que aluden a la cantidad de neumáticos que puede utilizar durante una carrera un vehículo (11 juegos de seco para todo el fin de semana: 6 prime y 5 option; y 7 para mojado: 4 intermedios y 3 extremos). También hay una cantidad mínima de combustible para el depósito del monoplaza, que cada participante deberá poner a disposición de la FIA al término de la prueba (1 litro como mínimo), etcétera. Por no hablar de la importancia que se le da actualmente a la seguridad a través de un reglamento deportivo que es obviamente, de obligado cumplimiento.
Ante este nuevo escenario, situaciones épicas como la escenificadas por Gilles Villeneuve en el G.P. de Canadá 1981 (donde corrió con el alerón delantero doblado sobre la carrocería de su 126CK), no tendrían cabida porque estarían prohibidas, precisamente por motivos de seguridad. Asimismo, Nigel Mansell no habría podido terminar el G.P. de Dallas de 1984 empujando su Lotus, porque habría quedado descalificado al suponer un peligro en pista…
No me extiendo. El deporte se ajusta a los tiempos que le tocan vivir, y mal que queramos estamos en la etapa en la que la gestión de recursos definen un Mundial y sus réditos. Motores que tienen que ser economizados para resultar eficientes en las carreras estimadas como rentables desde un despacho (deportiva y económicamente hablando). Juegos de compuestos cuyo rendimiento hay que exprimir en cada segundo de su vida útil porque son herramientas limitadas. Gotas de combustible que valen su peso en oro. Intereses de un tipo u otro, que son puestos en escena en cada prueba por cada piloto y cada escudería. El campeonato desde hace años consiste también en esto, y haríamos mal en olvidarlo.
Así las cosas, las órdenes de equipo encajan perfectamente en el campo de gestión de recursos que mencionábamos al comienzo. Un ámbito áspero y poco vendible cuando se habla de deporte, pero al que se acoplan desde los pilotos hasta el último mono de cada equipo, porque la supervivencia de la escudería va en ello.
Bajo esta perspectiva, sin entrar a valorar el comportamiento de Sebastian Vettel y Mark Webber, o de Lewis Hamilton y Nico Rosberg, cabe decir que tanto Red Bull como Mercedes AMG, desde sus respectivos ámbitos y por supuesto del efecto que tuvieron sus órdenes de equipo en el G.P. de Malasia, ejercieron con responsabilidad una atribución totalmente legítima que puede o no gustarnos como aficionados, pero que forma parte indispensable de la comprensión de la Fórmula 1.
Así, huyendo del ruido ambiental producido por el recurso a una épica que hoy no tiene cabida en el actual desempeño de nuestro deporte, la gestión deportiva y estratégica adquiere un nuevo sentido que aporta un aspecto genuino e imprescindible a una actividad, que sin renunciar a ser espectáculo deportivo, cobra su auténtica dimensión y sentido cuando encajamos todas las piezas, incluyendo el bussines, por supuesto, y que a través del ordenamiento de todos sus integrantes, mal que queramos, busca encontrar la mayor eficiencia y rentabilidad tanto desde las mesas de diseño o en los despachos, como sobre el asfalto de cada circuito.
Así, los pilotos ha dejado de ser personalidades para formar parte de un complejo, el equipo, que busca el triunfo como un conjunto que sin querer o queriendo, cuando ve comprometido su objetivo, se ve obligado a utilizar el único mecanismo legítimo que le permite el reglamento: las órdenes de equipo.
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