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Pongámonos en contexto. Detroit, finales de los años 70. La crisis del petróleo afectó durísimamente a Detroit, cuyos márgenes de beneficio estaban cimentados en enormes berlinas y familiares con gigantescos V8 de gasolina bajo el capó. Cuando el precio del petróleo se triplicó, la gente comenzó a valorar el bajo consumo de combustible de un coche como un factor de compra importante. En Detroit se pusieron nerviosos, y en 1978 lanzaron su solución al problema. Un motor diésel que casi entierra para siempre al diésel en EE.UU.
Sobre el papel, la idea era excelente
Fue Oldsmobile la empresa encargada de lanzar al mercado las primeras berlinas y familiares con motor diésel. Hasta entonces, la presencia del diésel en Estados Unidos se limitaba a vehículos comerciales pesados, barcos y locomotoras. El lanzamiento de un motor diésel en un coche de pasajeros era una aproximación radical. Sobre el papel, todo eran ventajas: eran motores capaces de ofrecer consumos de combustible de coche compacto en el mismo paquete lujoso y espacioso de siempre. EE.UU. no quería renunciar a sus enormes sedanes.
Sobre el papel, un gigantesco Oldsmobile Delta 88 con motor diésel era capaz de consumir menos 8 litros a los 100 km en autopista, frente al consumo de más de 12 litros a los 100 km del V8 de gasolina equivalente. Detroit creía haber encontrado la fórmula mágica que les permitiría seguir vendiendo los coches de siempre como si no hubiera un mañana. El motor diésel que Oldsmobile lanzó en 1978 – entonces la marca de más volumen de General Motors, lo creáis o no – fue denominado LF9, y era un 5.7 V8 atmosférico.
Un gigantesco V8 que fue desarrollado a partir del 5.7 V8 de gasolina – llamado Oldsmobile Rocket 350 – común a la mayor parte sus vehículos. Oldsmobile era una de las marcas más rentables de GM, y tenía mucha autonomía de trabajo. El problema es que sus ingenieros no eran expertos en el desarrollo de motores diésel. Aunque usaron un bloque reforzado basado en el bloque del gasolina, emplearon su misma tornillería. Un fallo de diseño grave en un motor cuya relación de compresión era muy superior.
Al principio, todo el mundo estaba contento
Oldsmobile lanzó su motor diésel 5.7 V8 en 1978, con prestaciones inferiores a las de un seis cilindros de acceso de la época: apenas desarrollaba 125 CV y 300 Nm de par motor, insuficientes para mover moles de dos toneladas de peso. Eran tan pobres que de hecho, los anuncios anunciaban tiempos de aceleración de 0 a 50 mph (en vez del habitual 0 a 60 mph) y centraban su literatura en consumos. Aunque sus prestaciones eran realmente anémicas, sus consumos reales eran tan bajos como los anunciados.
Una fortísima campaña de marketing a nivel nacional trataba de convencer a todos los indecisos de que los motores diésel eran la salvación del sedán americano. Las familias no querían renunciar a un sedán «de los de toda la vida». Si podían tener un consumo razonable, evitarían meterse en un coche japonés, entonces denostado por su tamaño y origen. Y adquirieron estos vehículos en masa: en 1978, del casi millón de coches fabricados por Oldsmobile, sólo 33.841 fueron equipados con motor diésel.
En 1980, sólo Oldsmobile ya vendió 126.885 vehículos diésel. Las demás marcas del grupo se sumaron a la rentable fiebre diésel – el motor se vendía más caro que su contraparte de gasolina. Incluso los Cadillac tope de gama lo ofrecían de forma opcional. Ni siquiera los Cadillac más lujosos se salvaban de sus terribles prestaciones – el 1981 Cadillac Seville Diesel tardaba 21,0 segundos en llegar a las 60 mph (96 km/h) – pero todos estaban asombrados por sus excelentes consumos, comparables a los anunciados.
Y llegaron los problemas
El problema era que la tornillería del motor era idéntica a la del motor de gasolina. Ello provocaba fallos de culata, que exigían la reconstrucción prematura del motor. El mecánico – acostumbrado a motores de gasolina – no solía reemplazar la tornillería. El segundo fallo del motor solía ser definitivo. Otro de los males endémicos del motor fue la ausencia de un separador para el agua que el diésel puede contener. Una pieza que se da por hecha en cualquier diésel convencional, pero que a Oldsmobile les pareció prescindible.
En una época en la que la calidad del gasóleo no era buena, la ausencia de separador aceleraba el desgaste del motor. El resultado de esta mala planificación de ingeniería fueron miles y miles de motores con averías graves, a los dos o tres años de haber sido adquiridos, incluso antes. Los problemas fueron solucionados en los últimos Model Year – el motor se vendió hasta 1985 – pero su reputación ya estaba completamente hundida. Los precios de segunda mano de los GM con motor diésel se situaron a niveles irrisorios.
Los que podían reemplazaban los motores por los Rocket 350 de gasolina, que al menos eran más fiables aunque gastasen medias de casi 16 l/100 km. La reputación de Oldsmobile quedó completamente destrozada, y se dice que motivó la desaparición de la marca, cuyas ventas fueron languideciendo sin remedio hasta el año 2002, cuando General Motors desconectó su soporte vital. También fue un duro golpe a la confianza de los consumidores en los motores diésel, cuando se les empezaba a dar una oportunidad a nivel generalista.
Las ventas de diésel en turismos fueron testimoniales de los 80 en adelante, y las normativas anticontaminación estadounidenses hicieron el resto. A finales de los años 90 Volkswagen vendió algunos TDI de forma testimonial, antes de la gran ofensiva Clean Diesel en el año 2009. Una ofensiva con motores 2.0 TDI que convencían en prestaciones y en consumos. Una ofensiva a la que varias marcas europeas premium respondieron, incluso General Motors lanzaba el pasado año una versión turbodiésel de su superventas Cruze.
Y entonces ocurrió el escándalo de las emisiones de los motores TDI del Grupo Volkswagen. Un escándalo que probablemente haya enterrado para siempre al diésel en EE.UU., cuando empezaba a limpiarse su reputación.
Más imágenes del Oldsmobile Diesel: