Para tratar de entender un poco la cultura estadounidense, en cuanto al automovilismo, habría que analizar el contexto histórico anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial, ya que luego del conflicto la industria norteamericana asumió el liderazgo absoluto en el orbe y su doctrina se arraigó, y todavía permanece, en el subconsciente de su gentilicio; sumado ese hecho a su rentable noción del espectáculo, impulsada por el capitalismo, el patriotismo y los medios de comunicación, se podría tener una idea de lo exitoso que resultan sus inconfundibles campeonatos. Abordando tales puntos desde varias perspectivas se podrían establecer algunas de las razones por las cuales todavía el automovilismo norteamericano permanece enclaustrado en su particular y muy provechosa zona de comodidad.
El antecedente más remoto de las carreras en Estados Unidos se remonta a la Copa Vanderbilt, cuya primera edición fue en 1904. Una buena bolsa de dinero como premio al ganador resultó un atractivo más que suficiente para que desde Europa trasladaran coches hasta Long Island, lo que propició que industriales y empresarios estadounidenses copiaran varias ideas y se entusiasmaran a diseñar y construir sus propios automóviles para la competición.
Es en 1908 cuando por fin un piloto norteamericano (George Robertson), tripulando un coche fabricado en Estados Unidos, un Locomobile, 4 cilindros y 120 caballos, gana la para entonces prestigiosa prueba internacional, impulsando con ello el interés de la industria local, sustentada en la creencia de poder vencer a sus rivales comerciales del otro lado del Atlántico. En este punto hay que decir que tanto Oldsmobile como Ford habían iniciado su producción, aunque todavía estaba en pañales, y que además también había comenzado la construcción del circuito Indianápolis Motor Speedway.
La Copa Vanderbilt se disputó hasta 1917, luego vino una pausa por la Primera Guerra Mundial, y posteriormente se reanudó en 1936, en el circuito Roossevelt Raceway, pero en esta ocasión, representando a Europa, desembarcaron tres Alfa Romeo 12C-36 de la Scuderia Ferrari, con un tal Tazio Giorgio Nuvolari al frente, quien ganó con suma facilidad. En la edición de 1937 se impuso Bern Rosemeyer a bordo de un Auto Union Type C, allí también los americanos pudieron ver en acción a los Mercedes W25E. La superioridad de los extranjeros, pilotos y máquinas, fue tan aplastante que resultó un duro golpe para la moral de la industria local, tanto que se decidió suspender indefinidamente la famosa carrera de monoplazas.
Ciertamente, las 500 Millas de Indianápolis comenzó a disputarse en 1911, y ganó una combinación norteamericana (Ray Harroun-Marmon Wasp), pero luego en sus posteriores ediciones Peugeot, Mercedes Benz, Delage y Frontenac marcaron el camino. Hay que señalar además que a pesar de considerarse una carrera importante, las grandes marcas europeas no mostraron interés en correr allí, porque el premio a repartir era mucho menor que la inversión para trasladar un equipo oficial, al contrario de lo que se aplicaba en la Copa Vanderbilt.
Pero de igual forma, el público norteamericano pudo advertir la abismal diferencia en rendimiento entre un monoplaza europeo y uno americano de la época; tal vez de allí provenga buena parte de la animadversión que se tiene en Norteamérica hacia lo que representa la Fórmula 1. Y es que las carreras de monoplazas no nacieron en Estados Unidos ni nunca las marcas norteamericanos llegaron a dominarlas a pesar del poderío en el ámbito automotriz que suelen presumir.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, el panorama industrial cambió de forma radical, el triunfalismo se apoderó de los norteamericanos y se impuso el culto por lo hecho en casa y por el motor V8 de alta cilindrada procedente de Detroit, además de la pasión por modificar y personalizar los coches (hasta incluso asignarle un nombre), tal como hacían los aviadores con sus máquinas. Se desarrolló además un mercado secundario de piezas y accesorios, originando un movimiento de masas que los principales fabricantes americanos han mantenido a lo largo de los años, basados en una rivalidad por producir y actualizar el modelo más atractivo, robusto y poderoso.
En cuanto a las carreras norteamericanas se privilegió las de coches de serie, la llamada Stock Car, aunque la NASCAR no existía como tal, simplemente se organizaban eventos para que cada conductor exhibiera sus destrezas en tierras acondicionadas para tal fin. Muchos de estos pilotos se hicieron famosos por transportar alcohol durante la prohibición (desde la década de los 20 hasta 1933), ya que la tradición oral los presentaba como ágiles y temerarios forajidos, por ello cada presentación atraía numerosos espectadores.
Debido a la popularidad de tales demostraciones, varios promotores decidieron organizar campeonatos; y es en noviembre de 1947 cuando se formaliza la NASCAR (National Association for Stock Car Auto Racing). La primera carrera bajo el nuevo reglamento ocurrió en 1948, en el Daytona International Speedway, y fue ganada por el héroe de guerra Robert “Red” Byron, en un Ford Coupé de 1940, modificado con un motor Mercury V8.
Para evitar que los mecánicos más diestros concedieran tantas ventajas a los coches, proporcionando un desequilibrio en la competición, la NASCAR promulgó que, como categoría de Stock Car, todos los inscritos deberían correr con sus máquinas tal cual como salieron de las fábricas. Así que las principales ensambladoras empezaron a concebir coches deportivos de muy altas prestaciones y además otorgaron carácter oficial a sus equipos, Hudson fue la pionera, para así explotar la vitrina comercial que significaba la Nascar.
Por supuesto que el motor V8 atmosférico ha sido la piedra angular de la serie y se ha mantenido como símbolo de la esencia norteamericana y aunque los actuales produzcan unos 865 caballos, hacia finales de los años 60, las fábricas tenían programas oficiales extremos para poner sobre el asfalto lo mejor que podían producir, de allí que fue posible observar coches como los Plymouth Superbird y Dodge Charger Daytona correr con motores Hemi 426 de 7 litros (Elefantes), y los Ford Torino Talladega como motores 428 Cobra Jet, ambos propulsores con la capacidad de alcanzar fácilmente los 320 km/h.
Tal “americanada” fue celebrada por los fanáticos de las carreras, pero las propuestas de las fábricas, crear stock car muy “incivilizados”, resultó preocupante para la población en general, tanto que el Congreso tuvo que intervenir porque el elevado consumo de combustible llegó a niveles escandalosos, además los coches tenían tanta potencia que eran armas letales en manos de conductores promedio.
Aunque los excesos de las fábricas marcaron una época, auspiciados por la carrera espacial y por la Guerra Fría, no es menos cierto que los coches americanos fabricados durante la década de los sesenta se revalorizan cada año a pesar de todos los contras que se puedan encontrar en la actualidad. Sin embargo, iniciando los setenta, la NASCAR declinó complacer a las grandes marcas para aferrarse a sus raíces, para reorientarse en aras de producir un espectáculo en el cual todos los participantes tengan la misma oportunidad de ganar y no solamente los que tengan apoyo oficial. Por ello es que las fábricas, debido a las nuevas restricciones aplicadas a motores y a la aerodinámica, decidieron cancelar sus programas.
El marco legal aprobado en 1973, a raíz de la crisis petrolera, sentenció a los Muscles Car a la desaparición, pero la producción de motores V8 siguió adelante, aunque jamás igualaron a sus predecesores sesentosos. Así que la NASCAR también mantuvo con vida su legado, ese que todavía se sostiene sobre la supremacía de los pilotos y fabricantes norteamericanos; pero sin duda gran parte de la popularidad y el éxito de la categoría radica en permitirle al fanático identificarse con sus propios héroes y los coches que observa, tanto en los circuitos como en las transmisiones televisivas, ya que siempre han estado al alcance de la clase trabajadora, muy pocas categorías en el mundo han podido presumir de ello.
Otra competición muy americana que guarda relación con la proliferación de coches de alto rendimiento son las drag racing, conocidas como “arrancones” o carreras de cuarto de milla. La popularidad de estas carreras fue en aumento inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial pues los soldados que regresaron a Estados Unidos tenían los suficientes conocimientos y destrezas en la mecánica para modificar los coches que serían desechados en años posteriores, en especial Fords modelos T y A, muchos de ellos se transformarían en Hot Rods, término que adoptaron por el nombre de la primera revista sobre coches americanos, la cual se editó en 1948. Las carreras de Hot Rods por lo regular se realizaban en bases militares abandonadas, pero no fue hasta 1951 cuando se reguló tal competición ya que para tal fin se fundó la National Hot Rod Association (NHRA).
La cuestión aquí es que los coches catalogados como dragster no pueden circular por carreteras, pero resulta que en la década de los sesenta la mayoría de los coches de fábrica, con unos simples ajustes, podían cubrir la distancia del cuarto de milla (402,25 metros) en menos de once segundos, mientras un dragster lo hacía en nueve. Para destacar además que la mano de obra especializada en mecánica automotriz americana había avanzado mucho debido a las carreras de Hot Rods ya que los ex contrabandistas y los ex soldados se retaban mutuamente para determinar quiénes eran los mejores modificando coches.
Y la locura se desató cuando el mercado secundario ofreció opciones demenciales para vehículos de calle. Mopar instalaba en un Dodge o en un Plymouth motores V8 HEMI 426 de 425 caballos, Yenko montaba en un Chevrolet un motor TriPower 427 de 435 caballos y Shelby disponía de un motor Cobra 427 de 420 caballos, entre otras múltiples alternativas; así que el coche más rápido del barrio también tenía posibilidad de ganar a nivel profesional y es ese punto el que elevó la popularidad de las carreras de dragsters en Estados Unidos.
Pontiac GTO, Oldsmobile 442, Chevrolet Camaro, Ford Mustang, Plymouth Cuda, Dodge Charger, Chevrolet Chevelle SS, Plymouth Road Runner, Mercury Cougar, Buick GSX, Ford Fairlane Thunderbolt, Dodge Challenger y muchos otros salieron de las ensambladoras en grandes cantidades, con muchos caballos desbocados debajo del cofre, y lo más sorprendente es que a más de 40 años de aquel fenómeno cultural norteamericano, todavía sigan siendo la referencia si se habla de acelerones, motores y accesorios para desatar todo el poder en línea recta.
En tal sentido, y para llevar la competición (y la seguridad) a un nivel profesional, la NHRA estableció, a partir de 1965, organizar varias divisiones para darle sentido a los eventos, lo que da una idea de la diversidad de coches modificados. Resulta sorprendente que en la cima de la clasificación se hallan los Top Fuel, particulares coches que generan unos 10 mil caballos de potencia a partir del motor V8 HEMI 426, el venerado “Elefante” que se produjo desde 1964 hasta 1971 y que montaban de fábrica varios deportivos de Chrysler y Dodge. Por supuesto que la transformación del propulsor es tan extrema (consume unos 15 galones de nitrometano por cada 400 metros) que apenas puede funcionar a tope durante unos diez segundos aproximadamente antes de reventar.
En 1974 es cuando la NHRA organiza un campeonato, que fue de tal magnitud que comprendió eliminatorias regionales y nacionales; los dos primeros pasos para poder llegar a las series finales. De otro modo sería imposible establecer los ganadores ya que no existe un recinto lo suficiente grande para albergar a tantos coches ni mucho menos espectadores que resistan tal maratón de enfrentamientos.
La evolución de las carreras de cuarto de milla ha sido tal que originalmente se dividían en cuatro categorías y hoy en día existen quince. Top Alcohol (motor turbo e inyección de metanol y nitrometano), Pro Stock (V8 5 Lts aspirado, carburador y gasolina), Funny Car (motores de Top Fuel en coches carrozados), Súper Stock (coches callejeros con bloques motores originales modificados), Stock Car (coches callejeros tal cual como salieron de fábrica), Pro Mod (diversidad de motores y accesorios), Super Street (coches originales capaces de registrar 10,9 segundos o menos), Gas Súper (coches de calle que utilizan gasolina y pueden registrar 9,90 segundos) y por último los coches inclasificables en los demás segmentos se inscriben en las divisiones Comp y Súper Comp donde mediante fórmulas matemáticas y ayudas electrónicas se equiparan los desafíos. Incluso se permite instalar turbinas de avión para elevar el show a niveles supersónicos.
También es interesante resaltar que las competencias de dragster suelen exhibirse grandes muestras de lo que se conoce como «Custom», es decir personalizar los coches tanto en la mecánica como en la apariencia, popularizando con ello determinadas corrientes estéticas, tales como la Rat Rod, en la cual se transgrede la apariencia original del coche presentándolo como abandonado, desvalijado o a medio terminar. Ese estado ruinoso concebido de forma artística tiene una buena cantidad de seguidores y de allí que resulte curioso observar tanta devoción por modificar los coches de esta forma.
Pero se debe estar claros en algo, por muchas reglas establecidas por la NHRA, las carreras clandestinas y los corredores callejeros continúan reproduciéndose, trasladando lo observado tanto en los circuitos como en la televisión, a su entorno. Un adversario, un semáforo, una calle recta y la creencia de “mi coche es más rápido que el tuyo”, son todos los ingredientes para hundir el pie derecho hasta el fondo y…
La proliferación de “arrancones” ha sido tal que en esta época una serie de televisión llamada Pinks all Out, una franquicia que presenta carreras de coches Súper Stock, tiene tal éxito que ya ha completado cinco temporadas y siguen en actividad. Allí se puede advertir como en las eliminatorias participan no menos de 400 coches y solo los 32 con mejores tiempos pasan a las rondas que se transmiten por televisión. Con tal demostración de fanatismo por las máquinas se puede caer en cuenta de que las carreras de cuarto de milla tienen más seguidores de lo que se cree.
Al igual que la Nascar, los piques se popularizaron a partir de coches accesibles para la clase trabajadora ya que los Muscles Cars fueron relativamente económicos cuando salieron a la venta; mas sin embargo también inciden en el ascenso y consolidación de los arrancones en el gusto popular un mercado secundario que ofrece una multiplicidad de opciones, en accesorios y componentes para modificar los coches. Empresas como Hurst, Motorcraff, Goodwrenh, Yenko, Shelby, Mopar, Saleen, y muchas más; son responsables de aumentar la potencia a tantas bestias de cuatro ruedas que todavía circulan por las calles.
En este contexto en particular, y valedero para entender el génesis de cualquier categoría norteamericana, hay que incluir a los medios de comunicación, en especial al cine y a la televisión, los cuales impulsaron la adopción del coche como una parte de la familia, un protagonista tan o más importante que los humanos, que incluso tenía un nombre que le identificaba. Aunque en la NASCAR ya existía el precedente de los “Fabulosos Hudson Hornets” de principio de los años 50.
Pero resulta Innegable que la influencia mediática de series de televisión como The Munster (1964) donde aparecieron los coches Munster Koach y Dragula, El Avispón Verde (1966) y su Black Beauty (Betzabé), Batman (1966) y su Batimóvil, Starsky & Hutch (1975) y su tomate con rayas o la icónica Los Dukes de Hazzard (1979) donde la estrella era un Charger RT de 1969 nombrado El General Lee, estimularon a los espectadores a personalizar sus coches.
También se debe decir que la sugestión ejercida por las películas, en especial las “de carretera” conocidas como Road Movies, aportó otra buena dosis para observar a los vehículos más como un estilo de vida que como un medio de transporte. Muchos de esos filmes fueron creados con la intención de promocionar los modelos más emblemáticos de las fábricas norteamericanas, pero orientados al consumo juvenil, a esa generación rebelde que no se identificaba con los enormes Cadillacs, Lincolns y Hudsons adorados por sus padres. Bullit (1968), Duel (1971), Vanishing Point (1971), American Graffiti (1973), La fuga del loco y la sucia (1974), Gone in 60 Seconds (1974), The Car (1977) y Smokey y el Bandido (1977) , apenas es una pequeña muestra, pero pudiera resultar muy significativa si se intenta explicar el gusto que produce en los espectadores observar tanto los coches personalizados como la destrucción que les asestan a sus perseguidores.
Pero esas generaciones que crecieron en medio de esa vorágine triunfalista de la post guerra se enfrentaron a una situación inédita cuando a mediados de los años 70 y en la década de los 80, los coches norteamericanos perdieron casi toda la esencia que les identificaba, esa que les presentaba como los más poderosos de la industria mundial. La creencia inculcada de que lo pequeño y lo barato no era para ellos, y que hizo quebrar a buenos constructores como Nash, Tucker, Cord, Studebaker y Packard, se desmoronó de manera dramática cuando la crisis petrolera de 1973 despertó a la población, dejando el escenario servido para la invasión de coches extranjeros, fiables, económicos y divertidos de conducir; mientras los grandes de Detroit improvisaban, incluso construyendo inmensos motores V8 de ridículas potencias para intentar salvar su parcela de poder, originando con ello modelos detestables hasta para los mismos norteamericanos.
El resultado fue que tanto alemanes como japoneses asaltaron el mercado local sacudiendo de su letargo a los dueños del patio que continuaban construyendo inmensas “barcazas” pesadas y lentas; y coches para “jóvenes” de 50 años, ignorando el gusto de las mujeres, quienes ya habían asumido un papel protagónico en la sociedad, y de la generación nacida en la postguerra. La debacle comercial para los industriales norteamericanos fue tan desastrosa que íconos yankees como el Mustang y el Camaro tuvieron un receso en su producción debido a nefastas e impopulares versiones.
Para esos años, en 1975, en San Louis, Bob Chandler modificó su camioneta pick up Ford F-250 para adaptarle un sistema de dirección capaz de funcionar independientemente en ambos ejes, para que de esta forma, si se rompe la dirección del eje delantero, se active el trasero y el vehículo siga funcionando. El resultado final fue el primer vehículo rústico con transmisión y dirección en las cuatro ruedas, es decir un 4x4x4. Nacía así el primer camión monstruo, nombrado Big Foot, que se haría popular a partir de 1981, justamente cuando la gente lo observó en acción, a través de un vídeo, aplastando unos coches.
La imagen destructiva que transmitía la pick up personalizada desató la euforia colectiva desde su debut en un evento escenificado en Columbia. Fue tal el impacto que hasta Ford Motor Company acudió a Chandler para concederle el apoyo oficial de la marca, el cual se mantuvo hasta 2005. La representación simbólica de la aniquilación de esos coches indeseables (la mayoría americanos de los 80), ante un público extasiado, como si contemplara un ajusticiamiento en un coliseo romano, se ha reeditado desde el principio y todavía goza de inmensa popularidad.
Es a partir de 1984 cuando los promotores de los eventos con camiones monstruos se organizan, junto con la National Hot Rod Association, para crear un campeonato, donde también se incluyen las carreras de tractores de arrastre. En 1986 se celebra el primer campeonato, en el Louisiana Superdome, ganando el “Pie grande” de Chandler, el cual resultó casi invencible durante una década, y además se convirtió en una referencia cultural para los norteamericanos.
El éxito de la primera generación de los Monster Truck, pick ups personalizadas que fueron nombradas King Kong, Bear Foot , King Krunch, USA-1 y Virginia Giant, halló eco en muchos lugares. Lo que empezó como una curiosidad se transformó de inmediato en un fenómeno de masas y los coches alegóricos con aparatosos ejes militares e inmensos neumáticos de tractores comenzaron a aparecer por todas partes y por consiguiente también se reprodujeron los accidentes y las situaciones que lamentar.
Es por ello que en 1988 se conforma la Asociación de carreras de camiones monstruos (MTRA) cuya finalidad fue crear una normativa que regulara la construcción de los vehículos y la seguridad tanto del piloto como de los espectadores. Aunque los accidentes con este tipo de coches suelen producirse con frecuencia, la organización sentó las bases para una evolución en todo lo referente a garantizar el espectáculo.
En apenas dos años pasaron de utilizar las ballestas militares a emplear resortes helicoidales y suspensiones de cuatro enlaces, posteriormente Chandler presentó el Bigfoot VIII, camioneta de unos 1300 caballos de potencia construida con estructura de chasis tubular, carrocería de fibra de vidrio y un novedoso y ligero sistema de suspensión con viga voladiza y amortiguadores de nitrógeno, lo que todavía es el modelo a seguir si se trata de construir Monsters Trucks.
¿Por qué este tipo de espectáculo gusta tanto al público? Bien pudiera ser porque es una representación simbólica de lo que es otro show norteamericano. Y es que el auge de los camiones coincide con la que se considera la era dorada de la lucha libre (WWF) es decir finales de los ochenta hasta mediados de los noventa. Ese fenómeno de asumir un personaje se trasladó con gran éxito a los camiones generando millones de dólares en el apartado comercial. Camiones personalizados como héroes ficticios: Thor, Capitán América, Iron Man, Hulk, Wolverine, Patriota, Vengador, Superman, Scooby Doo, Batman, Tazmania, Spider Man, Terminator y el Soldado de la Fortuna. Otros adoptaron la forma de animales, figuras asociadas al “Lado Oscuro” y otras alegorías, así que de inmediato se transformaron en una buena mercancía.
Aunque también se debe resaltar que no es solo el nombre lo que vende sino los triunfos y por ello, si se habla de Monster Trucks, además del Big Foot, también destacan Grave Digger y Maximun Destrucción, el primero tiene la forma de una antigua camioneta Chevy Panel de 1957 y el segundo es un prototipo muy aerodinámico, ambos con una buena cantidad de títulos en estas faenas. En esencia, el espectáculo entonces consiste en observar una violencia consentida atizada por héroes mimetizados en inmensas camionetas norteamericanas.
Ese gusto del público por disfrutar la destrucción de coches se puede confirmar en la gran aceptación que tienen los Derbys de Demolición, una especie de entretenimiento en el cual el objetivo es chocar a los rivales hasta dejarlos fuera de combate. Por lo regular, los participantes acuden a la cita con coches deteriorados, considerados indeseables por “nacer” después de 1975 o en la década de los 80, como ya se explicó anteriormente. Incluso, como también se mencionó más arriba, el éxito de las series y películas donde se destrozaban coches popularizó esta peculiar competencia automovilística.
Por muy rudimentario que parezca, en todas estas competencias tantos los coches como los escenarios están acondicionados para tal fin. Los recintos suelen ser cerrados con superficies de tierra o de barro, aunque existen pistas en forma de ocho, y protecciones de concreto en los límites. Se prohíbe chocar contra la puerta del piloto, todos los coches deben carecer de parabrisas o ventanas de vidrio y además deben tener una jaula antivuelco. La dinámica es muy sencilla…
En tanto las carreras de tractores arrastrando trineos se remontan a 1929, cuando las máquinas habían sustituido al caballo en las labores del campo. Pero es a partir de los años 60 cuando empieza a ganar notoriedad, hasta que finalmente, en 1969, se reúnen los competidores habituales para organizar la National Tractor Pullers Association (NTPA) y escribir unas reglas, principalmente para que tractores originales y modificados no compitieran en la misma serie.
Al principio las modificaciones consistían en acoplar un motor diferente del original, pero luego varios entusiastas experimentaron articulando dos y hasta tres motores al único eje de transmisión. Por supuesto que la personalización que identifica a los norteamericanos estuvo presente ya que al primer tractor trimotor se le conoce como el «Makin Tocino Special» y al primero en utilizar diferentes combustibles se le llamó «Misión Imposible».
Lo que derivó de tales pioneros fue una escandalosa progresión de motores, hasta siete en un solo tractor, turbocompresores e inclusive turbinas de avión fueron insertados en unas máquinas que más allá de presentarse como tractores no tenían nada que envidiarle a los dragters más salvajes que participaban en la NHRA.
La NTPA estipuló que la máxima capacidad de cada motor se limitara en 10,6 litros y además especificó que cada división se haría de acuerdo al número de ruedas motrices, tipo de motor (atmosférico, turbocargador o turbina), peso del tractor, combustible a utilizar (etanol, diesel, gasolina y otros excepto nitrometano y óxido nitroso) y tamaño de los neumáticos.
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Lo interesante de la visión particular que tienen los norteamericanos de su propio automovilismo es que se identifican con aquello que está a su alcance, por tal razón las carreras de monoplazas apenas representa una alternativa para el público ya que tales coches no se pueden comprar en cualquier agencia, ni modificar o personalizar a gusto.
Para resaltar también la forma norteamericana de comercializar sus productos porque, hay que estar claros en algo, hablar de deportes en los Estados Unidos es referirse de inmediato a organizaciones y entidades que han proyectado las disciplinas que regulan a niveles de calidad, rentabilidad y espectáculo que no se observan en otra parte. El baloncesto (NBA), béisbol (MLB), hockey sobre hielo (NHL) y futbol americano (NFL) son muestra de ello. Pero también, como se argumenta en este artículo, en el automovilismo han hecho alarde de su sentido de la competencia para aprovechar también la parte comercial. Y eso no resulta criticable sino al contrario, siempre luce interesante sentarse a observar un evento deportivo donde todos los participantes tengan opciones de victoria y no únicamente solo tres o cuatro privilegiados como sucede en otras latitudes.
Tampoco es criticable el aferrarse a los espacios muy restringidos para escenificar las competencias ya que mantienen la tradición en todos sus deportes de élite. El sentido de ubicación que se le otorga a los espectadores hace la diferencia ya que por lo regular, muy contadas excepciones en carreras de IndyCar y de Nascar, los escenarios para las diversas categorías norteamericanas suelen ser recintos donde desde las tribunas se puede tener absoluto dominio visual de todo lo que sucede. En los circuitos ovales, en los drags, carreras de tractores, camiones monstruos o competencias de demolición; toda la acción puede ser captada desde una única focalización y eso se refleja en los niveles de audiencia de tales categorías.
También aproximar al fanático a la acción, sus protagonistas y sus máquinas, algo que difícilmente ocurra en otra parte, contribuye a consolidar todos esos deportes espectáculos, que pueden parecer un tanto rocambolescos y primitivos para quienes estén acostumbrados a observar carreras de coches atestados de tecnología; pero el gran detalle es que el norteamericano se identifica con lo suyo, permanece fiel a sus creencias y todavía prefiere observar sus símbolos triunfar y no venerar categorías extranjeras donde pilotos y coches resultan inaccesibles.