Falta apenas una semana para que se de la salida de una nueva edición de las 24 Horas de Le Mans, una prueba legendaria que cada año acumula mayor presencia mediática y que, cada año, tiende más a ser un sprint de 24 horas más que una prueba de resistencia. Sigue siendo, no obstante, la prueba de resistencia de referencia por su magnífica historia, por el caché que otorga la victoria en cualquiera de sus categorías y por la exigencia física que supone para todos y cada uno de los pilotos, sean profesionales o amateur.
Una carrera de tan larga duración exige a los coches, pilotos y equipo en general, y en el caso humano, la demanda es psicológica y muy física. La parte psicológica es normal: los pilotos están atentos las 24 horas a lo que sucede en pista, comprueban que su coche sigue en pista, que no hay problemas, sufren con el mínimo toque de sus compañeros. Además está la competición en sí, esas luchas tan enconadas que vemos en todas las categorías, pero que alcanzan niveles máximos en las categorías GT.
La parte física entra en el contrato: fuerzas G laterales y longitudinales, en ángulos diferentes, muchas horas en el cockpit y una exigencia brutal en cuestión de hidratación y nutrición. Estaremos en Francia y puede que no sea el lugar más cálido del mundo, pero es el mes de junio y dentro del coche no es raro cocerse lentamente a 50ºC de temperatura. Además, la propia adrenalina de la competición pone el cuerpo de los pilotos en un estado de máxima alerta y rendimiento, y tendrán que soportar muchas horas con un ritmo cardíaco muy elevado.
Con las máquinas actuales, más fiables y más rápidas que nunca (y me refiero más a los pasos por curva), los pilotos que se enfrentan al reto de Le Mans llevan semanas entrenando específicamente para ese día completo, esas 24 horas en las que la lógica de dormir entre stints queda en una mera intención. Ahora solo nos queda saber cómo le irá a este equipo Ford en la prueba más dura del WEC, de momento no está claro que vayan a optar a una victoria conmemorativa.