Los pilotos de Fórmula 1 traen de serie una genética muy concreta, sobre todo en lo que respecta a la que hace posible las habilidades necesarias para ser un piloto de élite: reflejos, vista, capacidad de concentración, instinto asesino,… Cierto que muchas de las habilidades de un piloto se entrenan, por ejemplo la concentración o los reflejos, pero partiendo de unos buenos cimientos se consiguen buenos edificios. Encabeza este post Niki Lauda, el ejemplo por excelencia de piloto que sobrevive a un accidente mortal de necesidad, pero que regresa y se convierte en campeón del mundo más adelante. A pesar de la foto, no voy a hablar de él en este post. Solo queda ahí como ejemplo de ‘big balls’.
Lo cierto es que, aparte de esto obvio, el momento en que comprobamos que la pasta de los pilotos de F1 es especial es tras un fuerte accidente. Vivimos una época de calma relativa en cuanto a la mortalidad en la pista (lógicamente no nos olvidamos de Jules, ni de María de Villota, ni de Justin Wilson o Dan Wheldon, o tantos otros), a pesar de que los accidentes pueden llegar a ser muy salvajes (el de Alonso en Australia, el de Dani Sordo, o este espectacular vuelo en la F3 británica).
En otras épocas ya sabemos que la mortalidad era más frecuente, pero aun más lo eran las lesiones de gravedad que ponían punto y final a las carreras deportivas de los pilotos. Fuertes golpes en la cabeza, fracturas graves en las piernas y rotura de cuello eran las principales lesiones que impedían seguir a grandes pilotos. Pero a pesar de que la vida en aquél entonces era muy dura (hablamos de un período larguísimo, desde los años 60 hasta prácticamente los años 90), los pilotos siempre han demostrado algo muy sencillo: viven por y para correr, sin mirar más allá en ocasiones, y sin pasarse a pensar en las consecuencias.
Dice Damon Hill en su autobiografía (un día hablaré de ella) que es mejor que los pilotos se formen cuando antes, entre la infancia y la adolescencia, para que dominen la técnica antes de aprender a pensar en todo lo que podría salir mal. Así, siempre irán rápido, al límite, sin pensar en qué pasaría si se estrellan. Y quizás tiene mucha razón, él que llegó a la Fórmula 1 con 32 años.
Son famosas las anécdotas de pilotos que han sufrido un fuerte accidente y que lo primero que hacen es preguntar algo relacionado con las carreras. Es bastante normal debido a que tras un trauma, la memoria a corto plazo no es fiable, y lo último que suelen recordar esos pilotos es lo que estaban haciendo: ir a por un tiempo, probar esto o aquello…
Los siguientes vídeos podrían afectar la sensibilidad de algunas personas, al menos el primero, de Martin Donnelly, aunque todos sabemos que se recuperó de sus heridas.
Uno de los accidentes más fuertes sin consecuencias fatales de la historia de la Fórmula 1 fue el de Martin Donnelly en Jerez, en 1990, en unos entrenamientos libres. El coche médico tardó un buen rato en llegar a la zona del accidente, y el Profesor Sid Watkins se encontró la pista llena de restos, pero no veía coche alguno. Vio a Martin tirado en la pista, todavía sujeto por el arnés y este al asiento. Así aparece en las imágenes.
El piloto tenía la piel azulada por la falta de oxígeno, y la cantidad de fracturas que ese hombre sufrió fue enorme, y su recuperación física y mental fue lenta, y nunca más volvió a competir. Pero es curioso que, unos veinte minutos después de su rescate, en el centro médico, Donnelly se despertó y lo primero por lo que se interesó fue… cómo eran los tiempos que estaba haciendo. Algo confundido, el piloto no dejaba de repasar tiempos por vuelta. Años más tarde recordaría el accidente como un «colapso de la suspensión a casi 300 km/h».
En 1995, el prometedor piloto finlandés Mika Hakkinen sufriría el accidente más grave de su carrera. Fue uno de esos accidentes que, quizás por escasísimo margen, no terminaron con la carrera deportiva de un piloto, o incluso con su vida. En Adelaida, en el mes de noviembre de aquel año, en la sesión de clasificación del viernes Mika sufrió una pérdida de presión repentina en el neumático trasero izquierdo, lo que le hizo perder el control del monoplaza, saltar sobre un piano e impactar contra las barreras de protección a unos 200 km/h.
El resultado fue bastante fuerte: a los dos minutos del impacto llegaban las asistencias y se encontraban a Hakkinen inconsciente y con dificultades para respirar. Le tuvieron que practicar una traqueotomía allí mismo, en la pista, y allí se comprobó que tenía una fractura de cráneo, pero que el daño cerebral no era nada. Se despertó la mañana del sábado, en el hospital, y lo primero que preguntó a Sid Watkins fue «¿fue culpa mía?». Años más tarde, Hakkinen se convertiría en bicampeón del mundo y uno de los pilotos más relevantes de la segunda mitad de la década de 1990.
En 1994, en el mismo circuito australiano de Adelaida, Michael Schumacher se estrellaba contra las protecciones en el primer entrenamiento libre, dejando el coche bastante tocado y la sesión detenida con una bandera roja. Tras el impacto, Schumacher saltaba del coche con gran agilidad y se dirigía hacia los comisarios para esperar al coche médico. Aparentemente, el piloto estaba perfecto, pero siempre es bueno realizar una revisión médica.
Sid Watkins cuenta en su libro «Life at the limit» que el accidente había sido fuerte, pero que al llegar al piloto, no solo estaba perfectamente sino completamente tranquilo. Al montarse en el coche, lo primero que dijo fue «El aire acondicionado está puesto. Por favor, ¿podríais considerar apagarlo? Me molesta un poco en la nariz«.
El conductor del coche médico, Frank Gardner, lo apagó, pero después comentó, muy impresionado: «Si está tan atento como para reaccionar ante el aire acondicionado después de un accidente, ciertamente está todo bien ‘conectado’«, en referencia a su respuesta mental tras un impacto severo. Schumacher era el piloto más en forma de su generación, y eso daba su rédito al enfrentarse con una colisión.
Luego están los pilotos como Nigel Mansell, capaces de demostrar la pasta y los redaños como el mejor, pero ser a la vez un quejica como él solo, y un poco teatral en sus demandas. Una vez, en México, Mansell exigió que cada vez que parase en boxes le pasasen una botella de oxígeno (por la altitud, pensando que así tendría un mejor rendimiento). Como no aceptaba un no por respuesta, le explicaron que sí podrían proporcionarle oxígeno, pero primero debían analizar la sangre para conocer la concentración exacta de cada piloto y suministrarles la concentración extra necesaria.
La explicación del proceso de extracción fue sencilla: una larga aguja se debía introducir por la ingle para extraer una muestra de sangre arterial de la femoral. La punción no sería dolorosa, y la única consecuencia posible sería que, en ocasiones, se daba una pequeña pérdida de sangre que generaba un bulto bastante doloroso allí, en la ingle, que duraría menos de dos semanas.
Mansell decidió que lo del oxígeno tampoco era para tanto. Genio y figura.