Para competir en el Dakar está claro que tienes que tener un punto de locura. Nadie en su sano juicio puede estar dispuesto a afrontar casi 10.000 kilómetros en dos semanas de sufrimiento y la presión característica que viene de la mano con la competición. Sin embargo, esa locura es aún mayor si decides afrontar el rally-raid más famoso del planeta al manillar de una montura tan original y exótica como una Vespa.
Corría el año 1980 cuando Jean-Francçois Piot decidía inscribir cuatro Vespas P200e en la que sería la segunda edición del París-Dakar. Por delante miles de kilómetros de pistas y dunas que poco se parecían al terreno para el que estaba diseñada esta moto urbanita que en muchos lugares llegó a ser un símbolo de libertad y de inconformismo. No todo el mundo estaba dispuesto a afrontar un reto de estas características y entre los cuatro pilotos nos encontramos a alguno de los mejores motards franceses de la época.
Concretamente, allí estaban el campeón y el subcampeón del nacional galo de enduro, Yvan Tcherniavsky y Bernard Simonot, mientras que las otras dos P200e estaban reservadas para Bernard Tcherniavsky y Bernard Neimer. Sabedores de que las Vespas no estaban ideadas para competir en off-road, el equipo preparó una asistencia rápida con cuatro Land Rover, pilotados entre otros por Henri Pescarolo, el piloto de rallyes, René Trautamann o el responsable del proyecto, Piot, los cuales se podían desplazar rápidamente siguiendo la carrera para prestar apoyo a los distintos pilotos.
La estrategia salió bien, y lo que parecía una locura se convirtió en realidad, con hasta dos P200e en la meta del Lago Rosa. Simonot y Bernard Tcherniavsky terminaban el París-Dakar de 1980 entre los 30 primeros, en una edición que de nuevo era dominada por Cyril Neveu (la Yamaha XT500 copó las cuatro primeras plazas) y en la que tomaron parte hasta 90 motocicletas.