Una vez anunciada la participación de Fernando Alonso en las 500 Millas de Indianápolis, de inmediato una tendencia mediática envolvió la naturaleza del evento y la IndyCar pasó en instantes de ser una categoría de segunda a constituirse en un desafío de proporciones épicas. Eran predecibles todos los argumentos que suelen exponerse para un público condicionado, pero lo que más me indignó fue una comparación realizada entre el presente y la ocasión cuando Nigel Mansell desembarcó en suelo norteamericano, con el título de la Fórmula 1 en su poder. En apenas días, a través de una vorágine informativa de frágil sustento, se distorsionó la historia de la IndyCar, situación que a nivel sensorial me hizo evocar la imagen de Penélope, esperando sentada, y a su lado el perro de Pavlov.
Antes de proseguir indico que en la actual IndyCar todos los pilotos tienen las mismas posibilidades de ganar carreras ya que ninguno cuenta con una ventaja significativa en cuanto a la mecánica o la aerodinámica, disponen de un material muy similar. La única diferencia radica en la procedencia del motor, si es Honda o Chevrolet, y en el personal que se desempeña en los boxes. Por tal razón no es descartable la probabilidad de que Fernando Alonso, de lograr clasificar, gane las 500 Millas de Indianápolis, pero de allí a decir que la IndyCar constituye el mismo desafío de hace 20 años atrás o que la serie regresará a aquellos niveles de audiencia solo por la presencia del piloto es absurdo, incluso que se hable solo de Mansell para realizar osadas comparaciones, pero ni siquiera asomar lo ocurrido a Nelson Piquet, tampoco sorprende.
Cierto es que el último ganador de las 500 Millas de Indianápolis, Alexander Rossi, era un novato en la IndyCar, acontecimiento que por lógica concede cierta oportunidad a Alonso de lograr el triunfo, pero, como se dice coloquialmente, se debería echar el cuento completo y referir el contexto situacional de lo realizado por Rossi, ya que las probabilidades de reeditar una victoria de esa forma son demasiado remotas. Sobre este punto creo que fomentar el pensamiento crítico debería ser un deber de los medios de información, además de presentar los acontecimientos con la mayor objetividad posible, para que a partir de allí el público pueda concebir sus propias opiniones, pero la teoría de Iván Pavlov, referida al reflejo condicionado, todavía se aplica con mucho éxito a nivel de medios y por ello la reiterada estrategia de hacer sonar la campana para estimular al perro, en este caso receptores de la información, aunque no haya alguna comida en el plato.
Penélope sigue esperando y todavía no llega aquella gloria del pasado, hace sonar la campana al perro de Pavlov pero no le muestra la comida sino un plato repleto de ilusiones, sueños, esperanzas y aspiraciones. La artillería mediática señala que ganar en América será algo de trámite, imponerse en las 500 Millas de Indianápolis pasará a ser una hazaña mucho más grande que ganar el Gran Premio de Mónaco o las 24 Horas de Nürburgring, eventos que también se disputarán ese mismo día. Por supuesto que cuando Alexander Rossi ganó en 2016 todos esos argumentos no valían, eso es válido solo para esta edición. Que la IndyCar no es lo que parece a simple vista sino una competida serie donde Nigel Mansell quedó campeón a la primera, de allí que quien gane en la Fórmula 1 está capacitado para hacerlo en cualquier otra categoría.
No obstante, la IndyCar y la Fórmula 1 constituyen dos universos disímiles ya que la cultura automovilística norteamericana y su concepción del deporte profesional son únicas, hace algún tiempo me atreví a esbozar ciertos aspectos en un artículo, y por ello no comparto gran parte de lo que se ha expuesto últimamente en diversos medios, sobre todo el insertar a la fuerza el desempeño de Nigel Mansell, ya que se tiende a subestimar a la categoría americana sin tener argumentos determinantes. Solo basta con exponer que apenas un puñado de europeos ha ganado las 500 Millas de Indianápolis desde que Jim Clark y Graham Hill encadenaron sus victorias en 1965 y 1966. También se debería mencionar que presentar credenciales no asegura un lugar en la formación de salida, muchas de las vacas sagradas del automovilismo norteamericano no han pasado de las sesiones clasificatorias y tal particularidad no constituye un pequeño e insignificante detalle.
Es necesario aclarar que la actual IndyCar deriva del paralelismo de la IRL y de la Champ Car, ambas producto de la absurda división de la CART, la Championship Auto Racing Teams, que organizaba el campeonato Indy Car World Series, cuyo espectáculo y popularidad hizo tambalear a la Fórmula 1, desde finales de los 80 hasta mediados de los 90. Pretender revivir el acervo histórico de la mejor época de la serie a través de la presente IndyCar es una incoherencia mayúscula, de allí que rechace tales comparaciones. Se debería caer en cuenta de lo estéril que es esperar tanto tiempo para intentar en vano revivir una ilusión que permanece en el pasado. Obsesionarse por una imagen, creer que el tiempo no transcurre debería llamar a la reflexión, porque no resulta muy sano aferrarse al mito de Penélope. Se debe aceptar que ni Fernando Alonso ni la IndyCar atraviesan por sus mejores momentos, por más que se pretenda distorsionar todo en aras de generar publicidad y dinero, no hay manera de disimular decadencias y peor aún resulta evocar, desde una perspectiva actual, la época Mansell para realizar comparaciones porque se genera un efecto contrario al deseado.
Cuando Nigel Mansell desembarcó en la Indy Car, dando la espalda a la Fórmula 1, lo hizo como campeón reinante, llevando consigo su distintivo Red Five. Su presencia en la temporada de 1993 coincidió con varios factores que no se volverán a observar jamás. El británico era junto a Ayrton Senna las figuras más representativas de la Fórmula 1 en 1992, Alain Prost estaba en su año sabático y Nelson Piquet iba de retirada, así que la generación más competitiva que se haya visto se desintegraba. Mansell llegó a una categoría en la cual sus rivales serían, entre otros, A.J. Foyt, Mario Andretti, Al Unser, Rick Mears y Bobby Rahal, todos leyendas del automovilismo norteamericano, y además de ellos también estarían Emerson Fittipaldi, Al Unser Jr., Paul Tracy, Jimmy Vasser, Arie Luyendyk, Scott Pruett, Raul Boesel y los conocidos Teo Fabi, Stefan Johansson, Mauricio Gugelmin y Robby Gordon. Un total de 69 pilotos vieron acción, 25 escuderías, 4 marcas de chasis y en cuanto a los motores se presentó un choque de trenes, la batalla particular entre Ford y Chevrolet, los dos gigantes de América estaban involucrados, con toda la legión de fanáticos que, más allá de preferencias por pilotos o equipos, se identificaban con una de las marcas.
Los diseños de los monoplazas, muy semejantes a los Fórmula 1, y que en circuitos ovales parecían unos aviones cazas sobre el asfalto, resultaban espectaculares a la vista. Poderosos patrocinadores, la cerveza y el tabaco por delante, impulsaron la parte comercial del campeonato con millonarias inversiones. Es esa Indy Car, avalada por la CART, el punto más alto de cualquier categoría de monoplazas en América, todavía mantiene récords de audiencias, todo ello previo al inicio de la disputa con la IRL (Indy Racing League), en 1996, una situación paradójica porque al intentar buscar mayor paridad entre los competidores tomaron la vía de abaratar los costos, el resultado es lo que ahora se observa. Así que en 20 años no han existido maneras, ningún motivo para atraer a todos esos espectadores que desertaron, que aún no olvidan a quienes degollaron a su gallina de los huevos de oro. Acá la metáfora calza perfectamente porque de haber proseguido tal cual como estaba funcionando, y con el bajón que experimentó la Fórmula 1 tras la muerte de Ayrton Senna, la serie estaría posicionada en un lugar privilegiado dentro de la audiencia mundial. En este caso, Tony George y Mark Miles, organizadores de la IndyCar, han diseñado distintas fórmulas para traer de regreso aquella época de esplendor. Ambos, cual Penélope, todavía esperan el regreso de toda esa gran audiencia que prefirió desplazarse hacia la NASCAR.
La CART se extinguió, solo permanecen los recuerdos de lo que fue y no pudo ser. La actual IndyCar carece de la esencia de su antepasado e incluso a nivel de cobertura está condicionada por otros deportes de mayor popularidad y audiencia. El calendario de la serie apenas consta de 19 fechas y culmina tan pronto como en septiembre, para no estorbar en la cobertura televisiva a la NFL y a la MLB. Sin embargo, es de resaltar que las 500 Millas de Indianápolis, aunque no sea la definición del campeonato, tal como el Súper Bowl o la Serie Mundial, tiene una audiencia establecida de unos 3 millones y medio de televidentes, cifra que se va mantener por hábito ya sea con Alonso en la parrilla o sin él, y es porque a los norteamericanos no les interesa en demasía cuáles equipos o jugadores están presentes en sus principales eventos deportivos ya que igual serán espectadores solo por el hecho de mantener viva una de sus tradiciones.
Acá hay que sincerarse, la mayor audiencia de las 500 Millas de Indianápolis será de público norteamericano y ellos apoyan lo hecho en casa, allá Honda proviene de California y no de Japón. Las expectativas creadas en torno a una subida instantánea en los índices de audiencia se desvanecerán paulatinamente ya que impulsar la popularidad de la carrera fuera del contexto local no es tan sencillo. Aunque cueste asimilarlo, muchos estadounidenses no tienen ni idea de quién es Fernando Alonso o lo que hizo hace más de diez años atrás, el público más joven ni siquiera ha escuchado algo sobre él. Y es que la particular ideología del norteamericano lo lleva a identificarse con lo que está a su alcance, el mundo está adentro y no afuera.
Mientras tanto, Penélope y el perro de Pavlov seguirán esperando, ella por un juvenil y pletórico pasado que jamás envejece, él por la comida prometida.