Estos días nos sorprendía un anuncio grandilocuente, y llamativo, de esos que generalmente escuchamos de países del norte de Europa. El Gobierno quiere poner fecha al fin de los diésel y la gasolina, quiere poner fin a los coches de combustión interna. Y no solo quiere que esa fecha sea un titular, sino que aparezca reflejada en una ley, más concretamente en la Ley de Cambio Climático y Transición Energética. Cuando os contábamos que el Gobierno pretende prohibir los coches de combustión interna en 2050, y su venta en 2040, intentábamos relativizar la importancia de la noticia. En dos décadas completas pueden haber sucedido tantos acontecimientos que es difícil que nos tomemos en serio una noticia así. Pero como también dejábamos caer en ese artículo, esa fecha, y ese escenario, el de un país que deje de vender coches de combustión interna, e incluso prohiba su circulación, es algo que también debemos tener en cuenta. ¿Por qué deberíamos empezar a asumir el fin de los diésel y la gasolina?
La Unión Europea conminará a que en 2030 el 35% de los coches vendidos sean eléctricos
En veinte años es probable que vayan a pasar unos cuantos coches por tu garaje o, quién sabe, que decidas prescindir de coche en propiedad. El conductor y el comprador de coches no debería verse afectado por un anuncio como este. Al menos no tanto como por las declaraciones de un representante de una de las más altas estancias del Gobierno que asegure que «el diésel tiene los días contados», sin concretar, sin razonar por qué, y sin aclarar qué significa esa frase.
Los fabricantes tampoco deben sentir la espada de Damocles sobre su cabeza. Ellos ya son conscientes del camino que tienen por delante, de las inversiones en investigación y desarrollo que tendrán que acometer, y de cómo será su gama en cinco años, en diez años, y en 2040 y 2050. Definitivamente, son más importantes las decisiones que se están tomando a corto plazo en muchos países, y en muchas ciudades, o los planes de la Unión Europea para que en 2030 el 35% de los coches vendidos sean eléctricos.
Ilustración de la «Ciudad del Mañana» de Ford.
La importancia de asumir que los coches de combustión interna van a morir
Debemos asumir el fin de los diésel y la gasolina como un acontecimiento inevitable, por muy lejano en el tiempo que esté.
Únicamente así podremos hacer una previsión de lo que irá sucediendo en escenarios intermedios, como el previsto, y conminado, por la Unión Europea para 2030. Tenemos que imaginar cómo afectará a la movilidad, al urbanismo de las ciudades, junto con otros avances tecnológicos que, previsiblemente, llegarán mucho antes, como los coches autónomos, o que los coches compartidos sean mayoritarios, algo más que cuatro o cinco empresas lanzando flotas de vehículos en la capital española. ¿Serán necesarios esos barrios con inmensas avenidas de seis carriles? ¿Seguiremos acudiendo con nuestro coche a inmensos centros comerciales si podemos tener la compra perfectamente empaquetada en una hora en la puerta de casa? El coche eléctrico, de alguna forma, es la punta del iceberg de todos los cambios que sufrirá la movilidad en las próximas dos décadas.
Cualquier país que asuma que el 35% de los coches vendidos, dentro de algo más de diez años, serán eléctricos debería empezar a dar su apoyo a esta tecnología empezando por lo más básico. Debería empezar a promocionar la creación de corredores eléctricos, que faciliten los viajes de larga distancia en coches eléctricos con áreas de recarga, o instalar puntos de recarga en sus ciudades, y promocionar esta tecnología, ofreciendo todas las facilidades posibles a sus usuarios.
La transformación energética como asunto de Estado
La transformación de la flota de automóviles de un país, de la combustión interna, al coche eléctrico, es solo un aspecto de una transformación mucho más importante, la del modelo energético. El Gobierno también estaría asumiendo otro escenario aún más complejo, el de que las fuentes de energía del país sean 100% renovables en 2050.
De esta forma, imaginar un país en el que hayan desaparecido los coches de combustión interna, y todas las fuentes de energía sean renovables, se convierte en un asunto de Estado. En el pasado, la dependencia del petróleo y, por ende, de los países productores, causó algunas de las crisis más importantes que haya sufrido Occidente. En el futuro, los países que hoy son dependientes de los hidrocarburos importados podrían serlo de la energía generada por sus vecinos, o de las baterías ensambladas en alguna región asiática de la que jamás hemos oído hablar, y también los minerales que de allí se están extrayendo.
De manera que, efectivamente, poner fin al coche de combustión interna, y a la generación de energía de fuentes no renovables, no parece que sea únicamente una ocurrencia del Gobierno. Ni tampoco deberíamos tomárnoslo como un brindis al sol, por estar a más de veinte o treinta años del vencimiento de los plazos propuestos. Es un asunto que todo país civilizado ya debería estar planteando, para asegurarse de que el mayor drama sea el de ver cómo sus ciudadanos temen que en unas décadas su coche vaya a ser diferente a los que hasta ahora habían visto en su garaje.