El 12 de febrero de 1908, coincidiendo con la celebración del 99 aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln, 250.000 personas se agolpaban expectantes en Times Square. En medio, 6 coches dispuestos a realizar la expedición más atípica de su tiempo: una carrera por tierra que, yendo hacia el oeste, uniese Nueva York con Paris. En 1908 ningún occidental había alcanzado aún los polos de la tierra, los aviones sólo volaban unas decenas de kilómetros y los barcos más rápidos tardaban casi una semana en llegar de Europa a Estados Unidos. A las 11:14 el magnate Colgate Hoyt, harto de esperar a que el alcalde de Nueva York llegase, disparó la pistola de oro que daba salida a una carrera imposible. Hoy, en este mismo minuto, se cumplen 110 años del comienzo de «la carrera del siglo».
En 1907 el diario francés Le Matin había convocado una carrera en coche desde Pekin a París que venció el príncipe Scipione Borghese a bordo de un Itala, y dio a conocer a todo un villano de cómic como Charles Goddard. The New York Times, buscando publicidad para la industria estadounidense del automóvil, tardó sólo unos meses en proponer una reedición que saliese de Nueva York hacia el oeste, cruzara de América a Asia por el Estrecho de Bering y llegase hasta las oficinas de Le Matin en Paris. Tres coches franceses (De Dion, Sizare Naudin y Motobloc), uno italiano (Züst), otro alemán (Protos) y uno estadounidense (Thomas Flyer) se inscribieron para disputarse una victoria que no tendría premio en metálico. En aquel año sólo 9 personas habían cruzado Estados Unidos en coche de costa a costa; estos participantes deberían recorrer más del triple de kilómetros para llegar a la meta. Se esperaba que los coches tardasen 22 días en alcanzar San Francisco pero tardaron 41 por uno de los peores temporales de nieve del siglo y la casi total ausencia de carreteras. El Thomas Flyer llegó con 8 días de ventaja sobre el Züst y embarcó hasta Alaska donde bastó un sólo día para comprobar que la travesía de Bering era imposible.
Tuvo que volver y viajar en barco hasta Japón para llegar a Vladivostok donde el 22 de mayo reanudaría la carrera junto a los otros dos supervivientes, Züst y Protos (con una penalización de 30 días). Casi 6 meses y 35000 km después del pistoletazo en Times Square, en la noche del 30 de julio el Thomas Flyer entraba victorioso en París con Georges Schuster al volante, el único que había hecho la carrera completa a bordo del coche americano. 4 días antes había llegado el Protos del teniente Koeppen, pero la penalización todavía le daba aún la victoria al Flyer por casi un mes de diferencia.
En un tiempo en que los grandes premios de Fórmula 1 de escasas dos horas nos parecen aburridos quizá la Nueva York – París no fuese la carrera más emocionante del siglo, y no porque le faltasen anécdotas. Pero en el 110 aniversario de su inicio vale la pena verla en su contexto para entender por qué fue una aventura tan importante en un tiempo en el que el automóvil todavía era una frágil e innecesaria máquina.
Coches por la vía, trenes por mar
¿Por qué era tan importante para la industria demostrar que los coches podían viajar a largas distancias? Porque el transporte dominante en 1908 era todavía un ferrocarril que pertenecía a otro tiempo, el de forajidos como Butch Cassidy y Sundance Kid que murieron acribillados en Bolivia en ese mismo año, pero no al veloz mundo del Manifiesto Futurista que Marinetti publicó al año siguiente. El automóvil venía a cambiar el tablero de juego de los transportes, pero todo estaba diseñado para el tren: en la Pekin – Paris de 1907 los participantes habían acordado que su ruta seguiría en lo posible los postes del telégrafo y las vías del ferrocarril para no perderse y tener cerca un medio con el que comunicarse con el mundo. En la Nueva York – Paris un corresponsal del New York Times viajó con el Thomas Flyer dispuesto a narrar la competición día a día: tuvo que enviar muchas de sus crónicas con palomas mensajeras.
Aún así la idea de seguir la vía del ferrocarril era útil y al llegar a Asia los coches se pegaron durante muchos kilómetros a la línea del Transiberiano, a menudo el único terreno transitable en miles de kilómetros alrededor. Esta les llevó directos hasta Misovaya (actual Babushkin) en la costa este del Lago Baikal, donde esperaban encontrar un ferry con el que cruzar el enorme mar interior. Pero ¿por qué la vía llevaba directo hasta el Baikal en vez de rodearlo? La explicación parece salida de un comic «steampunk»: desde 1894 hasta 1905 el Transiberiano atravesaba el lago subiendo la locomotora y los vagones a un ferry que lo transportaba hasta la otra orilla. A partir de esa fecha entró en servicio una vía alternativa que rodeaba el lago por su lado sur, el «Circum – Baikal», dando continuidad al viaje del mítico ferrocarril. Cuando los participantes llegaron al antiguo embarque del ferry del Transiberiano en Misovaya se encontraron con que llevaba varios años abandonado y tuvieron que ser cargados en tren hasta Tankhoy donde poder coger un barco con el que llegar a Irkustk. El ferrocarril seguía ganando la partida, de momento.
De las bicis a los coches
A pesar del impulso de The New York Times, la carrera estuvo a punto de comenzar sin una sóla marca estadounidense. Sólo 3 días antes del inicio de la misma E. R. Thomas, el dueño de Thomas Motor Car Company, accedió a que se alinease en la carrera uno de sus Flyer 35 directamente salido de un concesionario. El piloto sería Montague Roberts, un piloto de prestigio en la competición nacional, y estaría acompañado por Georges Schuster, un ex – ciclista de carreras y piloto probador jefe de la marca a quien enrolaron en la aventura un día antes de la salida.
En el pasado ciclista de Schuster hay una inesperada pista sobre el decisivo momento que vivía la industria del automóvil cuando se celebró la carrera. E. R. Thomas había hecho su fortuna con la fiebre de la bicicleta en las últimas décadas del siglo anterior. Frente a los peligrosos velocípedos, las «bicicletas de seguridad» (básicamente iguales a las actuales) eran fáciles de usar por cualquier persona y con ellas llegó una pequeña revolución social: la de la movilidad individual y libre a través de una máquina, y la de la libertad de movimiento y autonomía entre las mujeres. El mercado de la bicicleta se hundió estrepitosamente en torno a 1900 y muchas de las empresas reinvirtieron su dinero y conocimientos en la nueva moda que parecía capaz de dar beneficios: el automóvil. Así, aunque al automóvil se le llamase «carro sin caballos» muchas de las primeras empresas no eran antiguos fabricantes de carruajes, sino fabricantes de bicicletas reconvertidos. Sin decisiones como la de E. R. Thomas y el impacto popular de la «carrera del siglo» quizá Henry Ford no habría tenido tanto éxito con su Model T pocos años más tarde y la historia habría sido muy distinta.
Un puente de hielo
Las imágenes del Flyer atascado en la nieve de Alaska tratando de abrirse paso hacia el Estrecho de Bering resumen una época en la que la era de las exploraciones terrestres y la de la tecnología del transporte coincidieron en su apogeo. Hoy tenemos otras teorías pero a principios del siglo pasado los científicos desarrollaban la hipótesis de que América se había poblado con habitantes de Asia que cruzaron a pie por los hielos de Bering. De hecho la conexión entre los continentes por el Círculo Polar Artico era un asunto de moda: el ingeniero jefe del Golden Gate, Joseph B. Strauss, había dedicado su tésis doctoral al diseño de un puente sobre el estrecho y en 1906 el propio Zar Nicolás II dio el visto bueno a un proyecto similar que nunca se llevó a cabo. Para la organización de la Nueva York – París hacer esta travesía era un símbolo del triunfo de la tecnología, pero también un logro inédito en plena era de la exploración polar: en 1909 Peary alcanzó el polo norte y en 1911 Amundsen llegó al polo sur.
Hoy sabemos que los coches de 1908 no tenían ninguna posibilidad de cruzar el Estrecho por una razón contundente: en 2018 todavía nadie lo ha logrado sin tener que navegar en algún momento. En 2008 Steve Burguess obtuvo el récord de ser el primer vehículo terrestre en conseguirlo pero lo hizo en verano y la mayor parte de los 90 km del estrecho los realizó navegando sobre enormes flotadores instalados a los lados de su Land Rover Defender. Ni siquiera afrontar el reto con un vehículo anfibio es garantía de éxito: en 1993 el imponente Arktos de la expedición «Londres a Nueva York» tuvo que ser abandonado en el hielo tras ser incapaz de cruzar el estrecho. Imaginar un gran reto es una cosa y conseguirlo es otra.
Exploradores al volante
Que la Nueva York – Paris fue tanto una expedición como una carrera lo explican las biografías de sus participantes. El teniente Hans Koeppen al cargo del Protos, era un militar brillante en tiempos de paz que estaba deseoso de demostrar sus habilidades en los terrenos más inhóspitos… pero que no sabía conducir. Koeppen llamó a todas las puertas posibles de la industria y el gobierno alemanes para conseguir un coche con el que enrolarse en la carrera hasta que logró el acuerdo con Protos. El vehículo, una especie de camión militar en un tiempo en el que no existían camiones militares, acumuló dos semanas de retraso con el Thomas Flyer en la etapa estadounidense y bastante hizo con mantenerse en carrera debido a su lentitud y poca fiabilidad. Sin embargo junto con Knappe y Maas, el tenaz Koeppen llevó al Protos desde Vladivostok a Paris 4 días más rápido que el Flyer. El Capitán Hans Hansen, en la línea de salida, decía que sólo temía al equipo alemán: «no se nada del coche, pero esta gente no se rinde».
Hans Hansen era un noruego que vivía en Rusia y había sido reclutado para el equipo De Dion por sus conocimientos del terreno y de los dialectos en la inmensa estepa de Siberia. La reputación de Hansen como explorador era suficiente como para que el gobierno noruego le encargase una de las misiones polares más fascinantes jamás realizadas: rescatar a Salomón Andree, Nils Strindberg y Knut Fraenkel, la expedición sueca que en 1897 había tratado de llegar hasta el polo norte volando con un globo. Sin embargo aunque Andreé y los suyos vagaron por el mar helado de Svalbard durante dos meses el rescate de Hansen no tuvo éxito y los cuerpos no se encontraron hasta 1930.
Bourcier de St. Chaffray, el capitán del De Dion, no tardó en descubrir algunos detalles más sobre Hansen: que sus conocimientos polares no parecían tantos en la nieve de Illinois, que el noruego era un amante de las fiestas y la bebida, y que el trabajo en equipo no era su fuerte. En Chicago, en medio de un elegante banquete en honor a los participantes de la carrera, Hansen anunció que dejaba el De Dion por sentirse menospreciado y la trifulca con Bourcier estuvo a punto de terminar en un duelo a pistola. Pocos días después, y tras una persuasiva conversación con E. R. Thomas el capitán Hansen se incorporaba al Flyer en Omaha y llegaría con él hasta París.
Algo más que una carrera
La Nueva York – Paris es el producto de un tiempo en el que el automóvil era sólo una moda estrafalaria pero terminó por convertirse en una fuente de inspiración durante un siglo. Lo que demostró es que los coches podían viajar largas distancias sólo si los ocupantes estaban dispuestos a grandes sacrificios, pero la fascinación de la carrera ayudó involuntariamente a que poco después el Ford T y la cadena de montaje llenase las calles y caminos de automóviles. En 1965, Blake Edwards se inspiró en ella para su película «La carrera del siglo» y el éxito fue tal que poco más tarde, en 1968, Hannah Barbera lanzó una serie de dibujos animados llamada «Wacky Races», nuestros «Autos Locos«, prolongando así el influjo de aquella disparatada apuesta.
110 años después la Nueva York – Paris recuerda que el éxito del automóvil no fue inmediato y hubo un tiempo en que todavía tenía todo por demostrar.
Fuente:Julie M. Fenster «Race of the century»
Fotos: Sicnag (Flickr) | Wikimedia Commons (Library of Congress, Prints & Photographs Division ggbain0017, ggbain00122, ggbain 00124, ggbain 00127, ggbain 00153)
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