Si te gustan las motos – sabemos que te gustan, por eso tenemos una sección dedicada a ellas – posiblemente hayas advertido que no recurren a sobrealimentación. Salvo casos contados como las Kawasaki H2, las Peugeot Jetforce y algunos experimentos de los años ochenta, la sobrealimentación es anecdótica en el mundo de las dos ruedas. Sin embargo, en el mundo de los coches lo extraño a día de hoy es ver motores que no sean turboalimentados. ¿Cuál es el motivo? ¿Por qué las motos no usan motores turbo ni motores sobrealimentados? Tenemos la respuesta.
O más bien, las respuestas. Para llegar a ellas, tenemos que mirar atrás en el tiempo. Tenemos que retroceder hasta los años ochenta. En aquella década la palabra «turbo» era sinónimo de deportividad, y los pocos coches turboalimentados presumían de ello mediante emblemas y vinilos nada sutiles. Era la palabra de moda. Las motos quisieron subirse al mismo carro, y por aquél entonces, llegaron a lanzarse motos de producción con motor turbo. La más famosa posiblemente fue la Honda CX500 Turbo, en cuyo escape podía leerse el vocablo de origen latino.
No solo en su escape, si no en su carenado frontal, y solo desde un espejo – toda una declaración de intenciones. Lo cierto es que aquella Honda CX500 Turbo no fue una gran moto. La tecnología turbo, a excepción de unos pocos coches, estaba en pañales a principios de los ochenta. La Honda era una moto muy avanzada para la época: no solo usaba refrigeración líquida, si no que contaba con inyección electrónica de combustible. El desarrollo del sistema de sobrealimentación fue largo y arduo, al igual que su packaging y «fontanería».
El resultado era una potencia de 82 CV, casi dos veces más de la potencia de las CX500 atmosféricas, cuyo motor V-twin entregaba 48 CV. El lanzamiento de las CX500 obligó a Yamaha, Kawasaki y Suzuki a lanzar motos turboalimentadas desarrolladas en un corto periodo de tiempo. Todas ellas eran carburadas y algunas, ni siquiera tenían refrigeración líquida. Toda esta locura apenas duró tres años: la producción de las motos turboalimentadas cesó en 1985, solo tres años después del lanzamiento de la popular Honda CX500 Turbo.
Dicho suavemente, eran motos «complicadas». No solo eran complicadas y complejas a nivel técnico, si no que no eran aptas para todos los públicos. Eran motos viscerales, violentas, temperamentales y desbordantes de par motor. La Kawasaki GPZ750 Turbo superaba los 110 CV y era capaz de hacer caballitos a 200 km/h, y solo a base de acelerador. Por no mencionar un cuarto de milla de menos de 11 segundos, que solo un coche de más de 700 CV es capaz de replicar. Uno de los problemas de esta tecnología en los años ochenta era el fatídico «turbo lag».
Cualquiera que haya conducido un coche turbo de la época sabe a qué me refiero: el motor está muerto por debajo de cierto régimen, y su potencia explota de forma brusca en cuanto el turbo sopla. En un coche el turbo lag puede resultar desafiante, pero en una moto, puede directamente ser peligroso. No solo el turbo lag planteaba problemas de usabilidad: el gran régimen de giro de las motos obligaba a elegir entre rendimiento a bajo régimen y «muerte» a altas vueltas, o viceversa. No eran motos de carácter lineal o equilibrado, en resumidas cuentas.
Al estar basadas en chasis ya existentes, el extra de potencia de aquellas motos turbo obligó a los fabricantes a reforzar ciertos componentes mecánicos. No obstante, todas tenían elementos de la parte ciclo que no estaban a la altura de sus prestaciones. Estos refuerzos adicionales y el propio sistema de sobrealimentación elevaban la complejidad de las motos. A consecuencia de ello, aumentaba su peso y aumentaba su precio, además de disminuir su fiabilidad – valor sagrado para los fabricantes japoneses en los años ochenta.
Desde aquél entonces, lo cierto es que la sobrealimentación ha continuado proscrita en el mundo de las dos ruedas. Aunque a día de hoy no sería complejo crear una moto turboalimentada equilibrada y usable a diario, sigue sin merecer la pena su desarrollo. Los atmosféricos que propulsan las motos actuales son motores extremadamente refinados y económicos. Turboalimentarlos solo añadiría peso y complejidad, para una mejora marginal en eficiencia y una ganancia en potencia al alcance, simplemente, de un atmosférico de más cilindrada.
Existe una especie de «techo de cristal» en la potencia de las motos a día de hoy. Por supuesto que podrían existir versiones turbo de los actuales tetracilíndricos más punteros. Existe la tecnología para crear una Yamaha R1 turboalimentada con 300 CV. Lo que no existe son manos, circuito o carretera que sean capaces de extraer el potencia de semejante bomba de relojería. Mas de 200 CV en una moto de calle equivalen, en prestaciones y aceleración, a hipercoches de más de 1.500 CV. La técnica ha llegado al límite físico y mental del ser humano.