Crecimos con el Paris – Dakar, cuando iba de París (Francia) a Dakar (Senegal) cruzando el Desierto del Sahara por Marruecos, Argelia, Níger, Mali o Mauritania. De pequeños soñábamos con todoterrenos surcando las dunas. Crecimos jugando con coches, dibujando coches y aprendiendo todo lo posible sobre coches. Luego todo se fue a la mierda y ya no fue posible cruzar esos países sin arriesgarse al secuestro o la muerte, pero la semilla de ese sueño había quedado bien plantada en nuestras mentes infantiles y ya nunca más se borraría del todo.
El Panda Raid es la forma más fácil y más barata de vivir ese sueño en las mismas pistas en las que en otros tiempos volaba Ari Vatanen, el finlandés que bajó del hielo para conquistar las dunas hace 30 años. El Panda Raid discurre en el mismo continente (África) y en el mismo desierto (el Sahara) que es el mayor desierto cálido del mundo y abarca una enorme franja de terreno desde Marruecos hasta Egipto, con 9 millones de km2. Es justo el sitio que soñamos conocer.
En agosto 2016 acordamos participar en el Panda Raid con la misma ilusión con la que se escribe la carta a los reyes magos cuando tienes 6 años, pero mucho más conscientes de nuestros límites presupuestarios, técnicos y de tiempo disponible (es lo malo de hacerse mayor). A partir de ahí, juntar el dinero, comprar el coche tras una larga búsqueda de una unidad en buen estado, prepararlo, entrenar (muy poco) y por fin salir hacia nuestro objetivo. Marruecos nos espera.
Salimos de Málaga el 4 de marzo de 2017 bajo una lluvia torrencial, rumbo a Almería donde nos esperan dos ferrys para trasladar a los 300 Pandas participantes más todos los vehículos de la organización hasta el puerto de Nador, al norte de Marruecos. Se supone que es una tranquila travesía nocturna y que deberíamos intentar descansar en el barco, pero la primera sorpresa nos la tenía reservada el mar.
En la madrugada del 4 al 5 de marzo un formidable temporal de viento y lluvia azota la costa de Almería. De noche, en el barco, nos enfrentamos a olas que sacuden el ferry hasta extremos que no creíamos posibles. Es un barco gigantesco, pero se mueve como una barcaza a merced de las olas, dando violentas sacudidas que te obligan a agarrarte al asiento. Desde el principio tienes la sensación de que el barco se mueve demasiado, pero según nos adentramos en el mar pasas a la fase de dudar si llegarás a la otra orilla. Lo único que quieres es que todo acabe pronto.
Los mareos hacen acto de presencia desde primera hora de la noche. La tripulación del barco no da abasto repartiendo bolsas para el mareo, fregando suelos y esparciendo serrín para recoger lo que fueron cenas, comidas y yo diría que algún desayuno del día anterior. La banda sonora es dantesca. Casi nadie duerme en toda la noche y hay gente que lo pasa mal de verdad.
La travesía nos pone a prueba pero, finalmente, tras una noche que muchos califican como la peor de sus vidas (yo entre ellos) llegamos a tierra firme. Aunque el mareo me acompañará durante toda la jornada siguiente en la que apenas puedo probar bocado o beber, la sensación de haber cruzado y estar en África es de lo más ilusionante y a pesar de todo seguimos queriendo estar ahí y enfrentarnos a lo que tenemos por delante.