La tecnología de la turboalimentación lleva décadas existiendo. Nació para usos militares, buscando mejorar el rendimiento de los motores de aviación a gran altura, donde la densidad del aire era tan baja, que se hacía necesario forzarlo al interior del motor para obtener un mayor rendimiento. ¿Sabías que los míticos bombarderos B-17 tenían motores turboalimentados? Los turbos llegarían años después al automóvil, y el primer coche de producción en usarlos no fue el Porsche 911 Turbo, tampoco el Saab 99 Turbo, ni el BMW 2002 turbo.
Historia del turbo, los orígenes
Tras un uso exitoso en varios bombarderos y cazabombarderos durante la Segunda Guerra Mundial, los motores a reacción desplazaron completamente a los motores de pistones, eliminando la necesidad de turbocompresores. Salvando las diferencias obvias de funcionamiento y sus aplicaciones, el motor a reacción es en sí mismo una especie de turbo gigante. Aunque los turbocompresores ya se habían usado en motores diésel y aplicaciones comerciales, no fue hasta 1962 cuando irrumpieron en el mercado, bajo el capó de un coche de producción.
Ese coche era el Chevrolet Corvair. Un coche peculiar, que fue víctima del «Unsafe at Any Speed» de Ralph Nader, criticando su escasa protección a los ocupantes y dinámica complicada, causante de multitud de accidentes. Era un coche de motor trasero, disponible únicamente con propulsores bóxer de seis cilindros refrigerados por aire. Algunas revistas lo bautizaron como «el Porsche de los pobres», por su configuración similar a los Porsche 356, entonces coetáneos – el Porsche 911 no sería lanzado hasta 1963, años después.
Fue a mediados de 1962 cuando Chevrolet lanzó el Corvair Monza Spyder con un revolucionario motor turbo refrigerado por aire. Era un motor bóxer de seis cilindros y 2,4 litros, que gracias al turbocompresor pasaba de los modestos 80 CV de su versión atmosférica a unos respetables 150 CV, entonces una potencia más que correcta. El turbocompresor doblaba la potencia del motor, y aumentaba el par máximo desde los flojos 174 Nm del motor atmosférico a unos respetables 285 Nm, disponibles entre las 3.200 rpm y las 3.400 rpm.
Este motor mantenía la misma relación de compresión de 8:1 del motor atmosférico, lo que le permitía usar el mismo combustible, entre otras ventajas. Era un motor turboalimentado sencillo, que compartía componentes internos con el atmosférico. El turbocompresor no tenía válvula de descarga, y para limitar la presión de soplado, General Motors simplemente restringía los flujos de aire en silenciadores y admisión. Su entrada en funcionamiento era lenta, pero la tecnología era fiable, por su sencillez.
Llegó al mercado apenas semanas antes que otro motor sobrealimentado por turbo, también desarrollado por General Motors. Se llamaba Turbo Rocket – pocos nombres más molones se me ocurren para un motor – y fue desarrollado por Oldsmobile para los F-85, comenzando en los MY1962. Llegó apenas dos semanas más tarde a los concesionarios, aunque su desarrollo sucedió al mismo tiempo que el motor turbo de los Corvair. Era un motor muy diferente: para empezar, estaba basado en un V8 de 3,5 litros, refrigerado por agua.
El fracaso del Oldsmobile F-85 Turbo Jetfire
El Oldsmobile F-85 era un coche convencional, un coupé de dos puertas de disposición tradicional: motor delantero longitudinal y propulsión trasera. El motor estrella era un V8 de aluminio de 3,5 litros, conocido como el Buick «small-block 215». Fue turboalimentado mediante una turbina Garrett AiResearch, en una configuración sorprendentemente parecida a los motores turbo actuales, ¡la turbina tenía una válvula de descarga! Sin embargo, desde su introducción al mercado fue un motor extremadamente delicado.
Sobre el papel, todo eran ventajas. El Oldsmobile F-85 atmosférico desarrollaba 185 CV de potencia y 312 Nm de par motor, mientras que los F-85 Turbo Jetfire desarrollaban 215 CV, pero con un par muy superior: 407 Nm a 3.200 rpm. Cuando funcionaban, eran motores rápidos de excelentes prestaciones. Pero su fiabilidad era muy baja. En primer lugar, la bomba de aceite que los lubricaba no tenía suficiente presión, y causaba fallos prematuros del turbo en motores sometidos a fuerte carga. No era el único problema.
Era un motor con una alta relación de compresión – de 10,5:1 – y para evitar el temido picado de bielas, Oldsmobile rebajaba la temperatura de la admisión mediante un complejo sistema de pulverización de agua destilada y metanol en la admisión. Era efectivo, pero el sistema era poco fiable y propenso a pérdidas que dañaban otros componentes del motor. Era responsabilidad de los propietarios la recarga de esta mezcla. Muchos no eran cuidadosos, y tampoco dejaban reposar el turbocompresor tras haber conducido el coche.
El resultado fue desastroso para Oldsmobile, que terminó ofreciendo de forma gratuita la conversión de los motores a un sistema tradicional de carburador, eliminando al completo el sistema de turboalimentación. Hoy en día apenas quedan Oldsmobile Turbo Jetfire en buen estado. Se estima que apenas quedan unos 50 coches en todo Estados Unidos. Los turbos no volverían a General Motors hasta finales de los 70, acuciados por la crisis del petróleo y de nuevo sobre motores Buick. Pero esa es otra historia, que ya os hemos contado.