En los últimos años de la gran eclosión económica en España, llegaron a ponerse de moda (hasta cierto punto) los descapotables. En particular, los modelos más generalistas del segmento de los compactos hicieron un esfuerzo por soltarse la melena y ofrecer una versión descapotable, con preferencia por los techos rígidos y combinada en muchas ocasiones con motores diésel (otrora impensables en un descapotable).
La idea del descapotable con techo rígido nos sugiere la posibilidad de mantener las propiedades de un coche «normal» junto con la opción de recibir sol directo de vez en cuando. Las mecánicas diésel, por su parte, añadían ese plus de usabilidad y economía de consumo que los hacían parecer casi prácticos y hasta sensatos. La reciente presentación del Volkswagen E-Bugster nos invita a replantearnos el sentido de un descapotable desde cero.
Es evidente que el sentido de un descapotable es poder circular sin capota. Comprarse un descapotable para no retirar nunca el techo es como comprarse una Play-Station y utilizarla únicamente como reproductor de Blue-Ray; se puede hacer y mucha gente lo hace, pero ambos artículos deberían dar mucho más de sí en su utilización o descartarse desde un principio en favor de opciones mucho más baratas. Parece una obviedad, pero ¿cuántos descapotables circulan habitualmente sin capota?
Vehículo descapotable: análisis del concepto
El hecho de que a un coche se le pueda retirar la capota implica una colección de modificaciones estructurales de gran calado que, bajo la apariencia de un coche «similar» al modelo base, transforman profundamente el vehículo. En concreto, la rigidez estructural perdida por el techo desmontable hay que recuperarla (en parte) reforzando la base del chasis, que se transforma en el único «puente» entre ambos ejes. Esto son peores prestaciones y más coste.
La primera consecuencia es un incremento de la masa desplazada, que se ve agudizado si el techo desmontable es, además, rígido. Ese techo metálico, con su mecanismo y su espacio para guardarse (a costa de maletero y plazas traseras) una vez guardado aproximadamente sobre el eje trasero, genera un desplazamiento de masas que puede cambiar bastante el comportamiento del vehículo. Disimular este problema implica un importante trabajo de suspensiones, junto con los kilos de más que todo ello implica. Esto también es más coste.
Siempre he pensado que comprar un descapotable es algo así como tener un hijo: si lo pensaras racionalmente, jamás lo harías. Dicho esto, el que piense que la compra de un coche es un acto racional anda bastante despistado, pues es una de las compras más emocionales que existen. Esta es la razón por la que existen los todoterrenos urbanos, todoterrenos deportivos, todoterrenos para viajar por asfalto y otras especies carentes de toda lógica, más allá de su indudable sex-appeal.
Pero volvamos a los descapotables. Supongamos que estamos dispuestos a asumir un incremento de coste y masa desplazada unido a una reducción del espacio útil, un chasis menos rígido y hacer el coche más lento, a cambio de la «magia» de conducir un descapotable. ¿En qué consiste es magia?
Cuando abrimos el techo del coche, la experiencia de conducción cambia radicalmente. Las sensaciones son otras y el aspecto lúdico de conducir se pone de relieve de inmediato, abriendo una ventana de aire fresco (nunca mejor dicho) en la experiencia rutinaria de pilotaje. La sensación de viento nos sugiere libertad (aunque a los 10 minutos en movimiento a mí me sugiere un cierto agotamiento), la comunión con el exterior es total y la banda sonora nada tiene que ver con la de un coche cerrado. Y llegamos a la banda sonora.
Después de hacer todos los sacrificios arriba mencionados, lo menos que puede ofrecernos nuestro cabrio es la mejor sonoridad a cielo abierto. En este caso esa cualidad se convierte en requisito indispensable, pues es uno de los elementos básicos que dan sentido al vehículo. Veamos.
La banda sonora de un descapotable y el sentido de la opción eléctrica
Hasta hace bien poco, ninguna marca se había atrevido a fabricar un descapotable diésel. La razón principal es que, por un lado, no se suele comprar un descapotable para hacer muchos kilómetros pero, sobre todo, la sonoridad de un diésel no es lo que esperamos escuchar cuando se supone que estamos disfrutando de nuestro descapotable en su estado natural. Cuando el coche está nuevo, hasta puede sonar poco y bien, pero a los 100.000 km ya nadie se acuerda de la música inicial y nos queda tan solo el sonido de la inyección directa trabajando roncamente. Un anticlímax.
Si el coche es un superdeportivo, el sonido de fondo nos puede conducir a una especie de éxtasis de los sentidos (dicen que no hay mejor experiencia automovilística que un Ferrari descapotable acelerando en un túnel). Finalmente, si el coche es un modesto cuatro cilindros sin gran cosa que decir, lo mejor que puede hacer la mecánica es pasar desapercibida, especialmente en parado. Y llegamos al eléctrico.
Como experiencia sonora extasiante, un Ferrari. Como experiencia de silencio total… un eléctrico no tiene competencia. El techo abierto nos permite observar las caras de los viandantes al vernos avanzar en silencio absoluto, la autonomía es casi irrelevante para la vocación de uso descapotable y, convirtiéndolo en biplaza, hay sitio de sobra para baterías.
El sobreprecio del equipo propulsor, concretamente de las baterías, significa un incremento relativo más pequeño cuanto más caro sea el coche de partida. Sería (digo yo) más fácil de asumir ese sobreprecio en un descapotable, por la exclusividad que implica de por sí y por la predisposición del usuario a pagar «algo más» por un vehículo tan lúdico.
Finalmente, y en conclusión, un descapotable podría ser (junto con un urbano puro) uno de los formatos en los que la propulsión eléctrica podría tener más sentido.
En Tecmovia: Volkswagen E-Bugster: el escarabajo eléctrico nos muestra su faceta descapotable