Como ya os contaba en el artículo anterior, acabo de instalar un punto de recarga para coche eléctrico en mi plaza de garaje. Se trata de un garaje comunitario, ubicado bajo el edificio de viviendas en el que está mi casa y la de otros muchos vecinos, celosos de su propiedad.
La historia que sigue es estrictamente real y no sólo eso, sino que me atrevo a suponer que es totalmente factible que se repita en cualquier lugar de la geografía española ante la misma situación. Cuando un ciudadano invade las zonas comunes de su edificio, los tambores de guerra retumban en los descansillos y hordas de guerreros se preparan para entrar en combate en La Comunidad…
Para ponernos en situación, conviene recordar que antes de mover un sólo dedo, la ley nos exige realizar un comunicado formal a nuestra comunidad indicando que vamos a proceder a la instalación del punto de recarga. Cumplido este sencillo trámite, la ley nos permite realizar la obra sin contar con el permiso de nadie más, pero es precisamente ahí donde empiezan los problemas y los posibles conflictos. El tema se presenta ya difícil de por sí, pero no os preocupéis, todo es susceptible de empeorar y lo hará.
Lo que dice la ley está bastante claro. El problema es que la ley es contraria al sentido común y se sale completamente de lo habitual en comunidades de vecinos. Esto significa que, aunque no hay muchas dudas una vez que se lee, probablemente tengamos algún que otro problemilla vecinal, en el mejor de los casos.
Instalación de un punto de recarga para vehículo eléctrico: aquí no hay quien viva
Desde los primeros indicios de «obra a la vista», la reacción vecinal fue unánime y consistió en llamar al administrador de la comunidad pidiendo explicaciones sobre una instalación que invadía zonas comunes (que son más sagradas que la Santísima Trinidad para el español medio) sin acuerdo previo de la comunidad de propietarios, ni la correspondiente mayoría de 3/5 (todo el mundo habla de esa mayoría, es una especie de número mágico como la proporción áurea o el número pi).
Hablamos de un cable pegado al techo en la escalera de incendios (que nadie usa) y un par de agujeros más bien pequeños. Pero una invasión es una invasión, y si no acordaos de la isla de Perejil y la que allí se montó. Pues eso. La reacción del administrador también fue del todo previsible: venir a inspeccionar la obra acompañado del Presidente de la comunidad.
Obviamente, nadie se había leído mi comunicado y mucho menos había comprobado la legalidad o razonabilidad del mismo en modo alguno. Querían ver la obra, para comprobar sobre el terreno la gravedad del delito y, según sus propias palabras, «ponerlo en manos del abogado». Este país es así.
Días después de la visita, me llegó una notificación del administrador de la comunidad, nada menos que por correo certificado, en la que se me informaba de que mi escrito (la comunicación previa a la obra, presentada semanas antes) se pasaría a la Junta de Propietarios para su autorización. También se me advierte de que los trabajos que haga serán realizados bajo mi responsabilidad y que en ningún caso afectarán a la estructura de elementos comunes, ni el consumo de energía puede recaer «bajo ningún concepto» en servicios comunes.
Para hacerles caso, tendría que realizar una instalación inalámbrica (es decir, magia) que llevase 3 kW de energía hasta la toma de corriente del punto de recarga desde mi vivienda, tres pisos más arriba. En fin, qué más da, la obra ya estaba terminada cuando me llegó la carta, las zonas comunes más que invadidas por mi satánico cable, y su único objetivo era lavarse las manos de cualquier complicidad por acción u omisión con la dichosa obra.
Con su carta en la mano y un creciente malestar (sí, es un eufemismo) llamé al administrador hasta en 6 ocasiones a lo largo de 17 días (me esquivó con la habilidad de Leo Messi) para intentar clarificar la situación. A la sexta, se me puso al teléfono, momento en el que me djo que estaba todo conforme y que mi caso se presentaría en la siguiente reunión de propietarios dentro del orden del día a título informativo, pero no sujeto a votación o validación.
Finalmente, se había mirado la ley.
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