No es justo. De hecho, que una marca tenga que renunciar a una parte cardinal de su esencia para sobrevivir y satisfacer una serie de medidas de índole político (aunque haya quien las camufle de medioambientales), es hasta triste. Al final, este es el signo de nuestros tiempos y todas las compañías automovilísticas, en mayor o menor medida, han de pasar por el aro que algunos han aceptado pese a no estar exentos del lastre y de la presión que ejerce o ejercerá sobre ellos.
Decir Maserati es decir V8, pero tan lejos como esta semana hemos asistido a una suerte de funeral hindú, de despedida agridulce, de ese gran propulsor que caracterizaba hasta nuestros días los coches de la casa de Módena. Para llorar esta pérdida entre lágrimas de felicidad y adrenalina, los del tridente nos han invitado a Bormio y Livogno, en los Alpes italianos. Allí hemos podido conducir, entre otros modelos, algunas de las últimas unidades que la célebre empresa ha fabricado con un motor directamente provisto por sus “exfamiliares” de Ferrari.
La despedida más triste de 2023 en el sector: una fiesta con sabor a entierro
Maserati Quattroporte
Una vez aterricé en Milán, un conductor me llevó en su furgoneta hasta uno de los concesionarios que Maserati posee en la ciudad más rica de Italia. Allí, uno de los responsables me entregó un Maserati Grecale Trofeo, con su V6 Nettuno de 530 CV, que debí conducir durante 3 horas y más de 200 km hasta Bormio, un pueblo considerado la entrada austral a la cordillera con mayor renombre de Europa. Me parece un D-SUV excelente en todos los aspectos (y lo dice alguien que, de verdad, adora al Porsche Macan).
En este poblado, culturalmente influido por Suiza, me esperaban altos cargos de la firma, incluido Sandro Bernardini, Jefe de Proyecto del nuevo GranTurismo, uno de mis coches modernos favoritos en la actualidad. Con él pude mantener una agradable charla sobre su creación, a la que considera un hijo, y sobre el futuro de Maserati, más próspero e independiente que nunca gracias al amparo de Stellantis. Tras una agradable cena en un típico hotel alpino y un merecido descanso, la mañana siguiente empezó muy prometedora, además de con una temperatura real de 10 grados bajo cero.
Después de conocer la ruta que nos llevaría hasta un circuito de nieve, erigido sobre un lago helado, y de recibir las convenientes pautas de seguridad de la mano de un piloto profesional, Maserati nos ofreció un pequeña charla sobre los coches que íbamos a conducir. Para empezar, los Ghibli 334 Ultima y Levante V8 Ultima. El nombre de sus versiones lo dice todo: significan el punto final del 3.8 turboalimentado más aclamado de la industria y herencia de Ferrari. Vamos, el adiós a un sueño que fue bonito mientras duró (exactamente 64 años, desde que el último Sah de Persia, Mohammad Reza Pahleví, se encaprichase con un impulsor de 8 cilindros para su 5000 GT).
Sobre carreteras completamente heladas, la tracción integral del todocamino me ofreció un extra de seguridad para sacarle más jugo a sus 580 CV, casi nada. No obstante, la pureza del Ghibli y su deportivísimo puesto de conducción me pusieron los ojos vidriosos. Del SUV se fabricarán 206 unidades, mientras que de la berlina sólo la mitad. Una hora más tarde y entre amenas conversaciones con Damien Reid, periodista australiano, llegamos a nuestro ansiado destino: la Ice Driving School de Livigno, cerca de la frontera helvética. Estaba algo nervioso.
El canto de un cisne nunca fue tan bello: larga vida al V8
Una vez aparqué el flamante Ghibli 334 Ultima (ese número hace referencia a su velocidad punta en km/h, motivo por el puedo afirmar haber conducido por un ratito el sedán de producción más veloz del mundo), más personal de Maserati nos esperaba con un despliegue de vehículos que incluía, además de todos los ya mencionados, un par de Quattroporte y un trío de GranTurismo, todos en su versión Trofeo, tope de la gama estándar. El evento prometía muchísimo y yo sólo podía pensar en entrar en la pista.
Cuando por fin lo hice, empecé a los mandos de la berlina de representación, cuya pura y exigente propulsión trasera me puso las cosas complicadas a pesar de unos buenos neumáticos invernales, si bien ello no impidió sacarme muchas sonrisas a costa del sonido que emanaba su escape. Quizá estuviese susceptible por lo que acontecía, pero en ese momento hubiese jurado que un coche no podía sonar mejor: el canto de un cisne nunca fue tan bello. Sin embargo, no todo se redujo al último baile con un Maserati V8. Hubo más para mi deleite.
También pude disfrutar deslizando la versión básica del Grecale, denominada GT, con un motor de 4 cilindros y 300 CV, así como el summum (por ahora) del GranTurismo, un coupé de cuatro plazas sorprendentemente amplías con un V6 de 550 CV que, sin sonar tan bien como sus hermanos mayores (ni de lejos), se mueve como el mejor gracias a su sistema de tracción total. Lástima no disponer de los 252.000 euros que son necesarios para adquirir uno (tampoco me llega para los 86.000 del SUV mediano, vaya). Así, entre nieve pulverizada y olor a gasolina, terminaba una experiencia profesional inolvidable, tanto por las máquinas y por el enclave como por lo que supone para un “petrolhead”: larga vida al V8.